Me
gustaría que existiera la palabra bicicletero o biciclista para
referirme al colectivo del que voy a hablar y en el que me incluyo.
Pero en mi búsqueda, el diccionario de la RAE me ha dado en las
narices. Lo de ciclista me pone en la mente a Pedro Delgado, algo
menos a Induráin, y ahora a Contador. Y realmente no me parece estar
practicando la misma actividad que ellos. Bienaventurados los
aficionados a la moto que se pueden llamar moteros, sustantivo al que
no se nos ocurriría apelar para referirnos a los que desafían las
leyes de Newton en los circuitos.
Sea
como sea, yo soy uno de esos jinetes modernos que me enorgullezco de
montar un caballo metálico para ir a mi trabajo. Me hace sentir
libre, oler en primavera el azahar por los jardines que atravieso y
ver en otoño los árboles teñidos de atractivos colores. De hecho,
es un pequeño aliciente a cada jornada laboral. Además, mi
conciencia panecologista (tampoco viene en el diccionario, no la
busquéis) queda tranquila. Y lo mejor es que es el medio más
rápido, incluido el coche, en distancias no demasiado largas, y sano
porque ejercitas el cuerpo.
Hay
un problema, no obstante. Bueno, en realidad, varios. Estamos
asistiendo, creo que de una forma generalizada en todas las ciudades,
al boom de la bicicleta. De hecho, posiblemente es una de las cosas
en las que más nos hemos acercado a Europa, sobre todo a esa Europa
del centro y norte, rica y en cierto modo arrogante. Pero como todo
lo que se desarrolla rápidamente, genera desajustes. En las aceras,
antes de los peatones, se cuelan ahora zigzagueantes bicicletas que
de atropellarte, no nos engañemos, hacen pupa. No hemos de olvidar
que en la acera el peatón es el rey y nosotros unos invitados.
Aunque mejor sería matizar: unos autoinvitados incómodos. Sobre
todo porque algunos se empeñan en llamar la atención jugando a
demostrar su destreza, como si de una atracción de feria se tratara,
sorteando y rozando individuos; y otros, haciendo el caballito en un
acto de exhibicionismo que seguramente Freud justificaría por alguna
carencia, o circulando entre la gente erguidos sobre el sillín, sin
agarrar el manillar. En estos casos, casi siempre me viene a la mente
aquel chiste infantil: “Mamá, mamá, mira, sin manos; mamá, mira,
sin pies; mamá, mira, sin dientes”. Y no es que les desee ese fin,
no, simplemente me viene a la mente.
Yo
me acuso de que también voy por las aceras cuando no me queda más
remedio, porque me asustan los coches. Me recuerdan a alguna película
de dibujos animados en la que los coches persiguen a la gente. En el
arcén me veo insignificante, en la acera me siento poderoso. Y
algunos no solo se sienten, sino que ejercen de ello. Estos no
entienden que si un peatón nos obstaculiza el paso, hemos de
pararnos, sin asustarle poniendo el manillar en su costado y sin
hacer sonar el timbre. Asustar es una forma de agresión, y hay
ciclistas que están constantemente agrediendo. Como peatón no tengo
por qué dar explicaciones de una detención brusca, de un quiebro
inesperado, de un brazo que extiendo para indicar algo a mi
acompañante…Quiero ir relajado por la acera sin tener que mirar
constantemente por el rabillo del ojo. El peatón está en su medio.
Soy yo, cuando ciclista, el que debo estar pendiente y prever todas
estas circunstancias, y siempre dejar el mayor espacio posible al
pasar junto al peatón. Aunque también doy aquí un tironcillo de
orejas a aquellos peatones que deambulan por los carriles-bici,
incluso teniendo al lado una amplia acera o avenida, en muchos casos
pienso que sin saber siquiera que ese es un espacio destinado a la
circulación de las bicicletas. Y qué decir de los coches que no ven
mejor sitio para aparcar que estas vías.
Ilustrando
lo que digo, he llegado a ver a un joven —ya no tan joven— en la
calle peatonal más concurrida de Córdoba “la Llana” jugar al
slalom con la gente, poniendo en peligro un carrito con un niño. El
amago de su padre para salir tras él, fueron correspondidos del
deseo de mis pies para acompañarlo. ¿El sujeto miró hacia atrás
ante los improperios que le caían en su espalda? Lo adivináis. No.
Siguió con la misma tranquilidad y sangre fría con la que había
jugado entre nosotros. Y lo lamentable es que esto, aunque no es la
norma, tampoco es una excepción. Nos estamos ganando los ciclistas
fama de hacer el tránsito por la ciudad más difícil y peligroso,
incluso ante las mismas narices de un coche de policía como he
tenido ocasión de comprobar. Y en Madrid, además, según me
cuentan, el problema se acentúa por las bicicletas con motor.
Otros
que han visto alterado su espacio vial son los coches. A su ya
sempiterna lucha con las motos se han unido las bicicletas. Yo,
cuando conductor de coche, a veces no veo o no reparo en esas
bicicletas que de repente aparecen al progresar otro coche. O tengo
que pisar el freno a fondo en un semáforo en ámbar porque un
ciclista se cree en el derecho de cruzar a toda velocidad —o
velocidad media simplemente—, en un semáforo que está en verde,
pero para el paso lento de los peatones.
Como
he dicho, quizá se está dando demasiado deprisa el cambio, sin unas
pautas de conducta o educación adquiridas que nos están llevando a
una estigmatización como kamikazes por parte de quienes no cogen la
bicicleta. O se marcan ahora esas pautas, o nos estaremos lamentando
para siempre. Se puede convivir, estamos destinados a ello. Porque
nadie querrá renunciar a su medio de moverse, y lamentablemente
tenemos que compartir espacio. Todos somos peatones, y muchos
conductores de coche y, cada vez más, ciclistas. Aspiremos a
defender nuestros derechos en cada una de las circunstancias en las
que nos veamos, pero dejemos un margen de maniobra razonable a la
otra parte. A esto quizá se le llame educación y al resultado,
convivencia. Mientras tanto, yo estoy deseando estar de vacaciones y,
desde Alcorcón, coger mi bicicleta para ir a tomarme mi bocadillo de
calamares a la plaza Mayor. ¿Alguien se apunta?
ANGEL SÁNCHEZ
ANGEL SÁNCHEZ
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