En Jurassic
World (Colin
Trevorrow, 2015) la isla de Spielberg ha sido transformada en un
parque temático en el que los recintos que encierran a los
dinosaurios están patrocinados por multinacionales y, a pesar de los
ideales del creador del parque, la satisfacción de los clientes y el
bienestar de los descomunales reptiles no se mide observando el
rostro de los visitantes ni el brillo de los ojos de los dinosaurios:
parece más razonable acogerse a ingresos, gastos, costes y
beneficios; hay que cerrar más acuerdos de patrocinio, sacar cada
cierto tiempo una nueva especie extinta (o inventarse una nueva),
todo está bajo control.
A mí el cartel de la película
no me llevó al Jurásico sino a mediados de los noventa, a uno de
esos domingos en los que el escenario del Teatro Felipe Godínez de
Moguer se convertía en pantalla de cine y los niños del pueblo
llenábamos la sala sin preocuparnos demasiado de que la película ya
hubiese llegado a Huelva unas cuantas semanas atrás. Muchos nos
habíamos contagiado de una fiebre jurásica que parecía ser cosa de
todo el planeta (algo no tan común entonces) y que, en mi caso, se
tradujo, entre otras cosas, en unas botas con el logo de la peli muy
chulas pero con las que no me dejaban jugar al fútbol en el recreo.
El tema principal de la banda
sonora de Parque Jurásico suena unas cuantas veces en Jurassic
World, la
melodía debía llevar guardada años en algún lugar de mi cabeza.
Las referencias a la película que inicia la saga son constantes,
como si los creadores de la secuela se hubiesen conformado, no era
tarea fácil, con traer a estos días el espíritu original. Es
cierto que este nuevo mundo jurásico resulta tremendamente
entretenido y que hay secuencias espectaculares, pero creo que se
podría haber ido más allá, haber arriesgado un poco, ahondado en
muchos temas que se plantean: cómo, entre otras cosas, la diferencia
de edad separa a los hermanos, la manera en que influye la relación
de los padres en los hijos o cómo, a pesar del progreso imparable,
es difícil no tener la sensación de que cualquier tiempo pasado fue
mejor, de que hoy todo se banaliza, se ha convertido en un parque de
atracciones absurdo.
Al director de Jurassic
World le
cuesta dejar de mirar el espejo retrovisor, de compararse con la
versión de hace más de veinte años. Supongo que Colin Trevorrow y
yo no seremos los únicos que tendemos a echar la vista atrás más
veces de la cuenta: nos guste o no el panorama actual, habría que
olvidarse un poco del Jurásico; tener claro que el presente es el
escenario en que se desarrollan nuestras vidas.
PETER REDWHITE
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