La primera vez que
expliqué a mis sobrinos las consecuencias de una asignación
ineficaz de los recursos —deformación harvardiana— fue haciendo
cola para ver una exposición de realidad aumentada. La organización,
quien fuera no viene al caso, había generado una propaganda
importante, vía medios audiovisuales, televisión, radio,
periódicos, folletos, etc,… para dar a conocer el acto e implicar
a las familias. Esto, claro está, les supuso un cierto gasto. Para
nuestro asombro la cola que nos esperaba al llegar daba la vuelta al
recinto generando tediosas esperas y el consiguiente malhumor, enfado
y abandono de muchos. El problema residía en que había una sola
persona para atender las taquillas. Aunque hay que reconocer que ese
cuello de botella nos vino bien y permitió que viéramos la
exposición a placer, me facilitó la reflexión —y nos hizo la
espera más llevadera—, de qué habría pasado si se hubiera
dedicado parte del presupuesto a colocar a dos personas en taquilla y
qué perdidas tanto en recaudación como en prestigio conllevaba
tomar la decisión equivocada.
Más adelante, para que
fortalecieran el concepto, les animé a encontrar ejemplos, vía
alguna recompensa —esto del pensar hay que ayudarlo—, de
situaciones en que los recursos estuvieran asignados de forma
ineficaz. Todavía recuerdo alguno de los casos. Como aquel taller de
bicicletas que lanzaba una oferta de alquiler por semanas que salía
más caro que si se alquilaban por días o esa tienda de ultramarinos
que en una resistencia numantina se empecinaba en mantener los
precios cuando justo enfrente otra anunciaba en el escaparate los
mismos productos a un coste menor. O aquel restaurante de cinco
tenedores empeñado en ocupar las mesas de la terraza durante la
semana de fiestas. Justo al lado habían colocado un tiovivo de feria
que a todo volumen atronaba con la canción del momento, Voyage,
Voyage,…
al compás de traqueteo insomne del metal entrechocando las guías
poco engrasadas de los vespas, triciclos y coches de caballos que
giraban en un movimiento continuo solo aplacado por la sirena
desorbitada que anunciaba el fin del viaje. Claro, la terraza tenía
todas las mesas vacías porque, como bien analizaron mis sobrinos,
quién iba a pagar por estar sentado allí.
Luego, más adelante, en
un momento u otro de sus vidas se han vuelto a encontrar con el
concepto, sea en la universidad o en su trabajo. Sobre todo les hace
gracia que sea un principio tan ampliamente utilizado en el mundo
empresarial. Pero, visto lo visto, tengo mis dudas que en la vida
real se aplique con la misma extensión, sobre todo con los recursos
de los contribuyentes que más parece que no sean de nadie o, peor,
que pertenezcan a esas élites extractivas que luego encima claman
cuando la ciudadanía protesta porque ofrecen resultados son
absolutamente ineficaces.
Me quiero convencer de
que serán ellos, la generación nacida en los ochenta, más
acostumbrados a comparar costes, a utilizar las herramientas de la
Red para buscar el billete más barato o el hotel coste/beneficio más
óptimo, la entidad financiera con menos comisiones o los portales
para compras de energía en común y, hasta el trabajo más acorde a
sus conocimientos en ese otro país al que se han visto obligados a
emigrar, quienes sea capaces de domar la cabeza de la hidra. Seguro
que muchos ya estarán comparando cuánto se paga en esos otros
países por ciertos servicios, qué se recibe a cambio, cómo se
gestiona y dónde está el valor añadido que justifica ese coste, si
es que lo hay. Puestos a imaginar, imagino que falta poco para que
empiecen a crear herramientas colaborativas en Red que nos permitan
conocer y comparar quién ofrece la mejor oferta para el suministro
de un determinado servicio. Y hasta decidir en Red entre todos que
suministrador seleccionamos. Y hasta hacerle un seguimiento en
función de ciertos parámetros. Vamos, poner en marcha de verdad lo
que se viene en llamar el empoderamiento. Porque sentarse a una mesa
de cinco tenedores sin presupuesto para el mantenimiento de sus casas
o para pagar la calefacción, seguro, seguro no les parece que sea la
asignación más eficaz de los recursos, de sus recursos, de los de
todos.
HETERODOXA
Imágenes de Abraham Lacalle: El artista expone en la
actualidad en la galería Marlborough un conjunto de murales y
cuadros bajo el título Tiempo
de guerra
que refiere a un poema de Ángel Valente. El pintor profundiza en su
búsqueda particular de interconexión entre el mundo interior y las
realidades visibles e invisibles, mediante el empleo de diferentes
espacios en planos superpuestos entremezclados con paisajes exóticos
de un colorido brillante y luminoso. La obra actual nos sumerge en
unos espacios en lucha, en unos mundos devastados, de árboles
desnudos, descarnados o de selva inexplorada donde escondidos entre
el verdor palpitante se cuelan elementos de guerra. El impacto de la
obra te paraliza, te obliga a hacer una pausa en la exposición, a
una segunda mirada que de alguna forma te conduce a la distorsionada
realidad social en la que nos encontramos. Como decía Valente en su
poema: “
…y aquel vertiginoso color del tiovivo y de los vítores. Estábamos
remotos chupando caramelos,…”
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