Leía hoy en la prensa que la
compañía Mcann
Cyranos, en colaboración con el Teatreneu de Barcelona, ha puesto en
marcha un dispositivo que permite detectar cuánto se ríe el público
en una comedia y cobrar después, a cada uno, según los minutos de
sus carcajadas. ¡Lo que nos faltaba! Que nos cobren por reír.
Aunque no sé de qué me extraño, porque ya se está haciendo: ahí
están los cursos de risoterapia tan de moda últimamente. Si de por
sí tiene delito que necesitemos de cursos para provocarnos la risa,
que nos vengan a imponer costes por el número de veces que nos
reímos —a la larga seguro que también será por el volumen, la
intensidad, el timbre, etc.— ya es el colmo. Se empieza cobrando
por reír en el teatro y se acaba haciéndolo extensivo al resto de
contextos. A este paso, el popular e hiperbólico “nos
van a cobrar hasta por respirar”
no andará muy lejos de hacerse realidad, triste y surrealista
realidad.
Capitalización de la risa.
¿Qué creía usted, que iba a seguir riéndose toda la vida gratis?
¿Cuántas veces se ha reído hoy? La mayoría nos habremos reído a
lo largo del día lo normal —tirando a poco en el mejor de los
casos, visto desde un prisma económico—, pero ¡ay de los de risa
fácil, que se agarren el bolsillo! A los ya habituales “cierra
el grifo cuando no lo uses”
o “apaga
la luz que está por las nubes”
vendrá a sumarse ahora el “no
te rías que sale por un riñón”.
Y menudo problema, porque aunque el día a día no deja de darnos
motivos para perder las ganas de reír, afortunadamente la risa es un
resorte impredecible que se pone en funcionamiento incluso a veces en
las situaciones menos cómicas o más trágicas. Y es que la risa,
como elemento emocional que es, es un acto involuntario, autónomo.
Sea interno o externo el estímulo que la provoca, su expresión se
activa por sí sola —siempre y cuando, claro, uno no tenga ningún
fallo en su sistema límbico, la zona del cerebro dónde se produce—
y no es cosa de reprimirla. Pues, señores, ahí hay negocio.
No son muchas las personas que
casi nunca se ríen, pero haberlas haylas. Yo conocí a alguien que
lo justificaba diciendo que no es que no se riera, sino que se reía
hacia adentro. Si no se trataba de un fallo límbico, yo lo llamaría
más bien “hiperautocontrol”
o miedo a dejarse llevar por la espontaneidad; en cualquier caso,
estos individuos “hiporrientes” se van a ahorrar un pastón, no
son nada rentables para el negocio de la capitalización de la risa.
En el otro extremo están los que se ríen por todo, bien por querer
parecer más simpáticos, bien por carecer o no usar el filtro
diferenciador entre estímulos risibles y estímulos no risibles, es
decir, por carecer de autocontrol o tener “hipoautocontrol”;
vamos, un chollo para el negocio de la risa y una ruina para ellos
mismos, los susodichos “hiperrientes”.
Me pregunto si se establecerá
un sistema de tarifas mínimas y máximas que garanticen a un tiempo
la supervivencia del negocio y la salud económica de los que ríen
más de la cuenta; si en los teatros y/o demás lugares donde se
capitalice la risa se habilitarán espacios diferenciados a ocupar
según que los productores de la misma sean del grupo de los
“hiporrientes”,
de los “hiperrientes”
o de los de gama media; si se recaudará cada vez que generemos risa
o a modo de impuesto o peaje de respaldo como la producción casera
de energía solar. ¿Por qué iban a librarse la risa, el sol y algún
día no lejano las mareas, por muy naturales que sean, de las leyes
del mercado de bienes y productos? ¿No hay que generar riqueza para
seguir creciendo? Pues ya está, convertimos los bienes naturales en
nuevos productos susceptibles de ser evaluados económicamente y
¡voilá!, a generar beneficios. Como diría aquel, en dos palabras, indig-nante, o
cosificando que es gerundio, o no te rías que es peor.
MAR REDONDO
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