Hace tiempo, intentando
dar un poco de sostén teórico a la novela que estoy escribiendo,
eché una ojeada a un libro de Teoría de la literatura. Hablo de
tiempo porque ayer, en el metro, los retorcidos crucigramas de El
País me hicieron pensar en qué sentido tiene acortar las esperas,
en el afán de detener el tiempo en ciertos momentos y acelerarlo en
esas otras ocasiones.
Los teóricos están
convencidos de que el tiempo narrativo no es el de la naturaleza, ni
el de los filósofos; tampoco cualquiera de los otros que pueden
estar representados en él. Es interesante esto de los tipos de
tiempo. A grandes rasgos, distinguen entre el de los astros, el
tiempo de los relojes y calendarios (viene a ser el anterior
domesticado) y el tiempo psicológico: el que, como diría San
Agustín, gobierna el alma.
Pero no hace falta ser
San Agustín para darse cuenta de que la duración no es sentida de
igual manera por todos, ni siquiera por nosotros mismos (por ahí
andan siempre el estado de ánimo y la huella que los hechos dejan
grabada en la conciencia). Recuerdo ahora el tiempo de los exámenes
de la carrera: hasta tres horas de tensión y concentración máxima
que se iban en un suspiro y que me dejaban agotado; es difícil negar
la manera en que la persona con la que compartimos una actividad
cualquiera influye en nuestra percepción de duración. En
literatura, como en la vida, el tiempo se expande, se concentra,
adquiere espesor, se diluye… Si se piensa, tiene sentido que el que
cada individuo viva y organice su tiempo a su manera haga posible la
existencia de los textos narrativos.
Toda esta disquisición
acerca de cómo el tiempo no puede considerarse al margen de las
cosas a las que afecta viene a cuento de los pasatiempos. Ayer, al
comprobar la manera en que los minutos de espera se contrajeron de
manera apreciable gracias al crucigrama blanco, pensé en que si
recurrimos, como tantas novelas, al viaje como metáfora de la propia
vida (si tenemos en cuenta que nuestro destino final lo fija el
tiempo de la naturaleza y si aceptamos que el tiempo interior es el
auténtico tiempo en lo que se refiere a vivencias), cada vez que
realizamos una actividad que nos gusta, que vivimos un momento de los
que desearíamos sostener con fuerza, equivale a pisar el acelerador,
a hacer más corto el único trayecto del que disponemos.
Pero en la vida se dan
montones de estas paradojas y, en este caso, aunque llegue un momento
en que nos arrepintamos de haber dejado pasar tantas horas, no queda
otra que asumirla: hay que tener claro que el tiempo de verdad se
sitúa en el presente, que desde ahí abarca las demás dimensiones,
hay que dominar nuestro tiempo de la forma en que lo hacen los
grandes escritores en sus novelas.
PETER REDWHITE
Me ha encantado esta entrada. La coloco en mi Top Ten :P
ResponderEliminar"Todos nacemos con un tempo, una armonía para hacer las cosas y para ser en la vida. Respetar ese tempo, es escuchar el ritmo de nuestro pulso, conectar con nuestra naturaleza interior y respetar ese espacio que es sólo nuestro; donde no hay más tiempo que el propio, el que cada ser necesita para habitarse a sí mismo. Cuando respetamos nuestro tempo, respetamos el tiempo que necesitamos para aprender, para reflexionar, para asimilar lo que sentimos, para expresarnos, y para respetar nuestros silencios."