Un
teatro en la playa. Ver una obra con las olas como música de fondo. Con la
brisa marina contribuyendo a crear ambiente. Tal vez con la luna llena como
lámpara. ¿Se puede uno imaginar mejor escena que ésta, tal como pudieron
disfrutarla los romanos en el rincón escondido de la playa de Bolonia, en las
hoy ruinas de Baelo Claudia, en
Cádiz?
Acabamos
de llegar después de una larga marcha por la playa desde la ventosa e histórica
Tarifa, donde windsurfistas y demás ralea unen mejor que cualquier químico el
aire y el agua. Probablemente no hayan oído hablar del otrora héroe patrio,
Guzmán el Bueno, ni de su hijo, ni de su puñal. Ni habrán visto la viñeta del
genio imaginativo de Forges escenificando el episodio histórico: “¿Está
Guzmán el Bueno? Que s´asome”. Pero saben de la excelencia de los vientos
tarifeños.
No es
mal plan ir pasando de cala en cala, a ratos subiendo algún pequeño promontorio,
e ir sintiendo el mar de cerca, bañarte cuando el calor te lo pida y seguir la
marcha con cuerpo fresco. Eso sí, con sus botas reglamentarias de senderismo, o
unas zapatillas como Dios manda que si no, unas ampollas del tamaño de una almeja
te dirán que dar un paseo por la playa es algo técnicamente diferente a hacer
senderismo por ella.
Pasaremos
por una playa nudista no mal elegida por este colectivo, aunque quizá hayamos de
considerar que son los que más derecho tienen de disfrutar de estos lugares, porque
son los que más comulgan con la naturaleza. Es un sitio donde la arena se filtraría
por el colador de hilos más tupidos, y donde las olas han esculpido un paisaje
de biombos pétreos donde apoyar la espalda o tener tu propio reservado.
Unos
cientos de metros más allá, tampoco les ha quedado mal sitio a los no nudistas.
Acabo de caer en que no he oído hablar nunca de que el Paraíso tenga o esté en
la playa. Es más, siempre me lo imagino verde, con florecitas, pajaritos y
mariposas revoloteando, con una dulce iluminación de ambiente. Que está muy
bien, no lo niego, pero una playita le haría algo menos soso, y la ensenada de
Bolonia creo que sería un complemento perfecto. La constituye una playa de
arena clara y fina, ancha y extensa, que termina en media luna con unas dunas donde
uno puede sentir la sensación de meterse en la arena como lo hace en el agua. Si
miramos abstraídos en dirección al mar, daríamos la espalda al área de
recepción de este paraíso terrenal: Baelo
Claudia.
Cuantas
más ruinas, más grandeza. Y las de Baelo
Claudia nos hablan —sí, porque las ruinas hablan con un lenguaje no sonoro—
de una actividad frenética. Entrando por la puerta este del decumanus
maximus sentimos la ciudad agitada, como cualquier ciudad moderna. Con otro
tipo de ruido, eso sí. Ruido de cascos de caballo sobre las enormes losas de
piedra de Tarifa que perviven en esta vía principal. Estridentes chillidos de
niños en sus juegos, porque los niños han llevado siempre unido a su esencia
gritos y juegos, y lo llevarán, perdiéndose entre las viviendas que nos
encontramos al sur. Voces que un poco más allá dan los encargados a los
trabajadores en el espacio destinado a la industria del salazón, que nos ha
dejado los más importantes restos peninsulares y además, integrados en el
interior de la ciudad. Algarabía de esos trabajadores riéndose a carcajadas
ante la gracia del bufón de turno, o discutiendo por cualquier razón trivial.
En el
lado norte de nuestro caminar percibimos toda la bullanguería implícita al
foro, en la intercesión con el cardus
maximus, por encima de la basílica donde los jueces están afanados en discusiones
esenciales para la ciudad. Un poco más adelante agitan el aire las voces de los
comerciantes que desde sus tabernae
—las tiendas romanas— ofrecen sus productos como los mejores, y que se mezclan
cual palo flamenco del martinete con el golpeto de las herramientas de los
artesanos, a veces ahogados por el trabajo cercano de los estibadores del
puerto.
Oímos
también a legionarios chocando sus espadas mientras se ejercitan para la guerra
o distrayéndose en la paz, voces de peleas y de sus jaleadores, de músicos
ensayando o buscando ganarse unas monedas de la multitud que camina presurosa
en medio de un murmullo de avispero hacia el teatro, cuya cavea no podrá albergar nada más —ni nada menos— que a dos mil de
ellos. En muchos casos quizá sean temporeros veraniegos ocupados en la pesca y
salazón del atún, o en la obtención del apreciado garum, la salsa que hacía las delicias de los romanos pero que hoy
día no pasaría la prueba de nuestros gustos gastronómicos. Los que no puedan ir
al teatro quizá opten por echar la tarde en las termas, cerca de la puerta de
Gades, o asistir a algún sacrificio que los sacerdotes harán en alguno de los
templos de la Triada Capitolina —Júpiter, Juno y Minerva—, o en el de la
exótica diosa egipcia Isis, que nos refiere un mundo proporcionalmente tan
globalizado como del que presumimos —o nos lamentamos— ahora.
De
todo lo que hemos referido solo quedan vestigios, aunque importantes. Lo demás
es producto de mi imaginación —u obra de los espíritus que perviven— que me
hace disfrutar más de lo que veo, ahora y siempre, aquí y en cualquier sitio. Y
en todos los casos siempre me asalta una pregunta: ¿cómo sale de la nada un Imperio,
una sociedad tan organizada, avanzada y compleja? La forma en que cae se
determina mejor. Y me atemoriza pensar si no estaré visualizando el fin del
imperio europeo-estadounidense en el mundo. No por que acabe éste, sino porque
vendría otro y sería ajeno a nosotros. No me gusta ser dominador, pero tampoco
dominado. ¿Y a ti?
ANGEL SÁNCHEZ
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