Eran las ocho de la mañana, hora en
que mis biorritmos no son los más óptimos para el ejercicio intelectual, bueno,
en realidad, para casi nada y sin embargo el asombro que me produjo el
comentario de uno de mis compañeros de Singapur fue como si me inyectasen
cafeína en vena. Sucedió hace unos años
cuando seguía un curso en Harvard. Teníamos que analizar una situación
planteada en uno de los casos a estudio y
su respuesta “…..eso no nos toca
analizarlo a nosotros, esas cuestiones son responsabilidad del Director General”,
me dejó sin habla. Insistí un poco por si había entendido mal —las ocho de
la mañana—, pero le vi tan turbado que me callé. Me pareció increíble que
alguien pudiera autoimponerse barreras en la deriva de su pensamiento y de su
análisis. Años después, un artículo aparecido en el Financial Times me dio
nuevas pistas. En síntesis el artículo venía a decir que las autoridades de Singapur,
alertadas por la falta de determinados perfiles empresariales, buscaban dar un
giro en sus programas de enseñanza con la
puesta en valor de actividades creativas y críticas. Viene esto al caso porque no
tengo muy claro de qué se habla cuando se habla de sustituir el actual modelo
productivo por otro basado en el conocimiento y la innovación.
Esa misma sensación de programación, de
auto censura, se me viene repitiendo en los últimos tiempos. Intento
convencerme de que pueda deberse al giro hacia la especialización, al enfoque
en determinadas habilidades técnicas de nuestro modelo educativo, a esas
reformas para adaptarnos a no se sabe muy bien qué y ni si siquiera si sus
abanderados saben de lo que hablan cuando nos programan el futuro. A eso, y no
tanto a un proceso de auto-inhibición. Cuando algún medio gurú avanza ahora que
los conocimientos transversales, el pensamiento lateral podrían llegar a ser
casi tan importantes o más que los conocimientos técnicos a la hora de
desarrollar visiones holísticas.
Hace unos años los grandes fondos de
inversión se dieron cuenta de que necesitaban matemáticos y físicos y no solo financieros
por su conocimiento, entre otras cosas, de las aplicaciones de big data o el desarrollo de algoritmos
avanzados para el análisis del riesgo. Entonces tuvieron la suerte de
encontrarlos. Ahora parece que son los
departamentos de recursos humanos de las grandes compañías los que comienzan a
buscar perfiles con capacidad para conocer, comprender, formular y dar
respuesta a preguntas pluridisciplinares y retos sistémicos. La ejecución de
proyectos necesitará, dicen algunos, de mentes integradoras que sean capaces de
coordinar equipos con conocimientos de disciplinas muchas veces muy alejadas
entre sí. Donde el estudio de la
filosofía y las humanidades, el hecho de pensar, que ahora parece quererse
reducir a élites diletantes y ejecutivos senior, quizás sea un factor
fundamental que diferencie a las sociedades del conocimiento.
Tengo que confesar que, a veces, cuando
por una u otra causa he tenido que plantear a mis amigos cuestiones un poco
complejas —seguro que es que no formulo bien la pregunta–— muchos me salen con
algo como “…deja, deja, qué pereza, eso me hace pensar…”, como si el hecho de
pensar, de analizar, de cuestionarnos no fuera algo connatural al hecho de
existir. Será, se me ocurre, que de tanto ser bombardeados con píldoras de
pensamiento digerido, de esos argumentarios procedentes de think tanks, se nos está anquilosando el musculo. O quizás que
tampoco interese que esa capacidad se desarrolle demasiado, no sea que… Mientras
no llegue el día que alguien me vuelva a responder “eso no es tarea nuestra” o remede aquella frase que dijo el mayordomo
Stevens en la novela Lo que queda del día
de Ishiguro, “eso no me corresponde” o
peor, continúe diciendo, “plantea la
pregunta a la máquina-robot de pensamiento avanzado XR2 que es la encargada de
resolver estas cuestiones”. Porque ahí ya no más. Entre tanto, espero que
cuando llegue el momento aún estén ahí… los pensadores.
HETERODOXA
Las
Imágenes pertenecen a René Magritte
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