Quizá la relación
sólo existiese en mi mente, pero, cuando empecé a jugar al golf, a mí los
torneos de aficionados a los que me apuntaba de cuando en cuando me hacían
pensar en ciertas novelas o películas. Me refiero a ésas en las que los caminos
de tres o cuatro desconocidos se cruzan y no les queda más remedio que
emprender un viaje en el que quizá las razones, tan misteriosas a veces, que
les motivaron a perseguir hasta la extenuación la gloria, la redención, la
venganza o la riqueza acaben por pasar a un segundo plano; te das cuenta de que
la consecución del objetivo siempre es incompleta y de que lo vivido, el
trayecto, acaba por ser lo que realmente merece la pena guardar.
Al igual que sucede
con los libros y las películas en los que no parece haber realidad más allá de
la que nos muestran, en una ronda de golf todo parece reducirse a colocar la
bola en la hierba segada al ras en la salida, a medir bien la distancia a la
bandera antes de impactar la bola por segunda vez y a interpretar las
pendientes del green si ya estás
cerca del agujero. Pero si en el coche, de camino al campo, pensaba, por
ejemplo, en La diligencia de John
Ford era porque me sentía algo así como el protagonista de una aventura: sabía
que 18 hoyos de un torneo de golf también son cuatro o cinco horas a pleno sol compartidas
con tres desconocidos —¿por qué jugarán al golf?, ¿qué hacen aquí un domingo
tan temprano?, ¿alguno llegará a los últimos hoyos con opciones de ganar?,
¿serán de los que intentan hacer trampas?; un espacio propicio para la
conversación en el que seguramente se den situaciones que revelen como cada uno
es en esencia.
Recuerdo que en la
diligencia de la película viajaban una prostituta a la que se declara un pistolero,
un banquero que, agarrado a su maletín repleto de billetes, no deja de quejarse
de las injusticias a las que se ven sometidos los hombres de negocios, un
médico alcohólico, la exquisita señora Malory y un jugador que poco antes de
morir se acuerda de su padre. La diligencia transita por llanuras
interminables, en ella apenas hay sitio para que se acomoden los pasajeros,
como tampoco parece haberlo en una partida de golf para ocultar a nuestros
compañeros cómo somos en realidad. Sé que es exagerado comparar un torneo de
golf cualquiera con libros y películas en los que el viaje se convierte en
metáfora de la propia existencia; soy consciente de que en sí el golf no tiene
mucho sentido, sólo el que cada uno quiera darle, pero ¿no sucede esto con la mayoría
de las cosas de la vida?
PETER REDWHITE
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