Algún día seré
coleccionista de arte. Modesta, pero coleccionista. Es de esos sueños lejanos
que una no da por imposibles. No sé quiénes formarán parte de esa colección, lo
que sí sé con total seguridad es que no estarán Matisse ni KIimt ni Brancusi ni
muchos otros, y no será por razones de gusto estético, sino económicas
obviamente. También sé que cuando sea coleccionista no convertiré mi casa en un
museo, no abarrotaré de piezas todos y cada uno de los espacios en paredes y
rincones, y tampoco permitiré que sean observadas por muchas personas a un
tiempo: a lo primero, soy minimalista por naturaleza, y a lo segundo, creo que
las obras tienen que contar con un mínimo de aire en torno suyo para respirar,
para hinchar pecho metafóricamente hablando y ofrecer todo su atractivo a quien
las contempla. Porque hablamos siempre del síndrome de Stendhal, referido a las
personas, pero debería acotarse un término para el trastorno de “retraimiento” que
no me cabe duda debe de afectar a los objetos artísticos bajo determinadas
condiciones de exhibición y saturación de miradas simultáneas sobre ellos.
Tú no invades su
espacio, ellos no invaden el tuyo. Esa debería ser la regla número uno en arte.
Creo que solo en esa situación ideal puede establecerse una relación profunda,
de tú a tú, entre la obra de arte y el observador. Uno transforma al otro y
viceversa, y puede suceder de repente o de forma paulatina, casi inconsciente.
Si ya a veces una pieza contemplada en un museo fugazmente o durante pocos
minutos y con público alrededor logra emocionarnos, qué no sucederá con tiempo
dilatado para contemplarla, para ensimismarnos ante ella, para comprenderla. Qué no nos
daría ella y, recíprocamente, qué no le daríamos nosotros. Sería una historia
de amor, de odio o de indiferencia —como todas las historias, como todas las
relaciones encajaría en alguna de estas categorías—, pero auténtica, con
fundamento, con la significación de la convivencia y, por tanto, del
conocimiento y la comprensión mutuos.
Y, tras esa relación,
¿cómo afrontar una posible separación? Que se lo pregunten a la familia
Gurlitt, que poseyó en silencio durante setenta años Mujer sentada sobre una
butaca, pintada por Henri Matisse
y propiedad del marchante judío Paul Rosenberg. Aparte de las razones obvias de
esa larga ocultación: el alto valor económico de la obra y el carácter irregular
de la propia adquisición gracias a los vínculos de Hildebrand Gurlitt con el
régimen de Hitler, que se incautó de multitud de obras consideradas
“degeneradas”; cabría imaginar además el pesar de la familia por tener que
separarse de semejante joya artística, y de otras sesenta más según reconoció
Cornelius Gurlitt, hijo de Hildebranddt, antes de morir en 2014 a los ochenta
años, adquiridas del mismo modo irregular.
Digo “cabría imaginar” su pesar,
porque Mujer sentada sobre una butaca fue descubierta por unos
funcionarios de Aduanas ¡en una caja de tomates en la cocina de Cornelius! Curioso destino para una pintura tan valiosa, e irónico, teniendo en cuenta que
Cornelius antes de morir describió a su padre como un héroe que protegió la
colección del fuego, de las bombas, de los nazis, de los rusos y de los
americanos —de todo, menos de las hortalizas—, y también a sí mismo como un guardián del
arte. Cierto que el Matisse ha sobrevivido hasta hoy y se encuentra al parecer en buen estado de conservación, pero ¿una caja de tomates? Me pregunto dónde
colocarían entonces los Gurlitt los propios tomates, tal vez expuestos en
alguna pared de la casa, que para eso sabían ellos de arte. Lo cierto es que esta
imagen de la figura del coleccionista no concuerda mucho con alguna que el cine
nos ha dado últimamente: el protagonista de la película La mejor oferta,
por ejemplo, perfeccionista, obsesivo, atesora su colección de retratos de
mujeres en una habitación blindada a la que únicamente accede él y, una concesión
solo una vez, la mujer de la que bajando la guardia se ha enamorado. Si yo
fuera coleccionista, ¿qué elegiría, caja de tomates o habitación
blindada? Tendré que ir pensándolo, para cuando llegue el día, cada vez más cercano.
MAR REDONDO
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