Ha
sido en un viaje recientísimo de fin de curso con alumnos de 1º de
bachillerato. De entre dieciséis y diecisiete años, antes de que os lo
preguntéis. Por las ciudades de Roma, Siena, Pisa, Florencia, Venecia y una
visita a la plaza del Duomo de Milán
antes de coger el avión hacia España. Poco antes del viaje había decidido que
mi próximo artículo recogería las reacciones de estos chicos y chicas —su
primera visita a Italia para la mayoría—, ante las obras de arte que estas
ciudades ofrecen. Barajaba la perspectiva de ver revivido en alguno de ellos a
Stendhal, como escribe en su libro Nápoles
y Florencia: un viaje de Milán a Reggio: "Había llegado a ese punto de emoción en el
que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los
sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida
estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme". Y, en verdad
—expresión que he oído hasta la saciedad en sus bocas—, que no lo he visto. El
síndrome de Stendhal, ese privilegio, si es que se puede calificar así a una
patología clínica, de sentir elevarse el ritmo cardíaco, vértigo, confusión,
temblor, palpitaciones, depresiones e incluso alucinaciones ante obras de arte
particularmente bellas o expuestas en gran número en un mismo lugar,
seguramente alcanza a muy pocos.
No he
visto a Stendhal, pero sí rostros iluminados acompañados de alguna sonrisa en
el interior de la basílica de Santa María la Mayor, nuestra primera visita a un
monumento, mientras esperaba apostado junto a la puerta para observar las
reacciones. Me he sentido espía viendo rostros sorprendidos que hacían la señal
de la cruz como si a quien hubiesen visto fuera al mismísimo Cristo; o a los
que, paralizados, inmediatamente han sacado sus cámaras o móviles para que fueran
éstos los que primero fijasen los detalles. Y también muchas caras brillantes,
como la luz de Venecia, en nuestro reagrupamiento tras el primer paseo por la
ciudad de los canales —y del tiempo detenido, añadiría yo—. He observado con
satisfacción el interés por las explicaciones de una magnífica guía que nos condujo
por unos atestados Museos Vaticanos. Y la decepción y encantamiento de unos y
otros en la visita a la Capilla Sixtina. Desencanto solo explicado seguramente por
la saturación de gente en la sala, y alucinación de ver tanta pintura junta y
de tanta calidad, “¡y en tan solo cuatro años!”, según la
exclamación de alguno. He notado cómo al tratar de expresar sus sensaciones se
les quedaba algo en el estómago que no podían sacar con palabras, excepto en un
espontáneo “me acabo de enamorar” cuando, desde la Vía
de la Conciliazione, sugerí a un grupo que mirase a sus espaldas para descubrir
la majestuosa fachada de la Basílica de San Pedro, en el momento de empezar a recibir
la iluminación artificial.
He
vivido, además, la incertidumbre momentánea a la que me sometió un alumno en la
iglesia de San Luis de los Franceses, que ante la pregunta de si le estaba
gustando La vocación de San Mateo, de
Caravaggio, que el curso anterior habíamos visto en clase, me responde con un “profesor, ¿le puedo decir la verdad?”. Esperando yo un arrebato de
sinceridad contraria a mis deseos, algo no infrecuente en los alumnos, me
espetó con un resoplido de satisfacción que estaba “flipando”
con todo lo que estaba viendo. En ese momento vi a Stendhal muy cerquita.
En los
pequeños interrogatorios a los que les he sometido, me han confesado su
flechazo con Venecia y valoran la riqueza monumental de Florencia. Siena, aun habiéndoles
gustado no les ha deslumbrado, y la llegada nocturna a Pisa no nos la presentó en
las mejores condiciones. Les ha decepcionado Roma por lo caótica y por la
dispersión de sus monumentos, pero les han impresionado éstos. Encontrarse en
el Coliseo ha resultado sorprendente para la mayoría, sobre todo desde los
pasillos inferiores, a pesar del desmantelamiento. Les ha impresionado como cuando lo vieron en la película Gladiator, y me he quedado con
las ganas de saber si efectivamente han gritado desde arriba ¡Máximo!, como prometían. En
los Foros Imperiales al menos sé de una alumna que, al son de las
explicaciones, ha visto pulular los dioses entre los vestigios del pasado,
sacados de la mitología que tanto le interesa, y de otros alumnos más que han
admirado su grandiosidad. El Vaticano ha pasado a ser lugar de su devoción y,
aunque alguno delimita perfectamente, la mayoría tratan en conjunto a Museos,
basílica de San Pedro o plaza de Bernini. Alguno en concreto muestra su asombro
por la arquitectura romana, por la forma constructiva, por todos esos muros
llenos de pinturas, tan infrecuentes en España.
No he
visto a Stendhal pero sí la atención e interés hacia nuestras explicaciones en
el baptisterio de la catedral de Siena, en el interior del Panteón de Agripa y acerca
del David de Miguel Ángel de la plaza de la Signoria en Florencia. ¡Qué hubiera
sido de haber podido ver el original de la Galería de la Academia! Me resulta
imposible determinar en qué medida estas explicaciones o las de la buenísima
guía que nos acompañó en el Coliseo y los Foros Imperiales les llegaban, pero
quiero creer que causaban en ellos el efecto que desea toda persona que
explica. Me consta que les ha interesado lo que han visto, en mayor o menor
medida, aunque sin llegar a lo descrito por Stendhal. Todo ello a pesar de que
alguien lo primero que hizo al entrar en Santa María la Mayor fue hacerse un selfie, aunque de espaldas a la parte
más brillante, el ábside. Signo de los tiempos. O a pesar de que obligarles a
unos cuantos pasos o escalones más, como en San Miniato Almonte, parecía
llevarles al suplicio. Signo de la edad. Me quedo con la convicción de que, en
distinta medida, todos y cada uno de los integrantes de este viaje ha guardado
en algún rinconcito de su corazón una sensación especial, a modo de semilla que
estará siempre latente y que, permitidme que me ponga poético, florecerá cada vez
que vuelvan a estos lugares o que sepan de ellos en los medios de comunicación.
Sus preguntas, muchas a lo largo de todo el viaje, es una buena muestra de su
interés.
Aunque
no lo he visto plasmado como enfermedad clínica, si he alcanzado a ver el
síndrome de Stendhal tomado como una reacción romántica ante la acumulación de
belleza y la exuberancia del goce artístico. Lo he vislumbrado, aunque en
sentido inverso, al no poder ver la Fontana de Trevi en todo su esplendor. Ya
el primer día de viaje se notaba cierta desazón no exenta de esperanza de que
fuese incierta la noticia de que estaba en obras. Al dirigirme con el resto de
profesores hacia la plaza, un rosario de alumnos adelantados a nosotros volvían
de su particular aurora, con el gesto apesadumbrado. Y especialmente una
alumna, que no podía reprimir con gestos de cabeza y tal vez con una lagrimilla
en el ojo que la oscuridad del momento me impedía constatar, su tremenda
decepción y contrariedad. Mi argumento de que siempre hay que dejar de ver algo
en los sitios para volver de nuevo, a duras penas sirvió de consuelo.
Por
último señalar que, como otro signo de los tiempos, varios alumnos conocían ya
virtualmente las ciudades de Roma, Florencia y Venecia por el juego de Assasin´s Creed. No por ello han
mostrado menor interés o impresión, al contrario. Ver algo reproducido y
después disfrutarlo en la realidad les motiva más —me ha pasado siempre en el
Museo del Prado—. Sí me ha llamado la atención su asombro al ver “reproducidos al natural”, y en la misma disposición, los monumentos
por los que se habían movido en sus juegos. Esto, y que bastantes alumnos
conocen muchos detalles históricos por los Simpson o por películas como la
mencionada Gladiator, me hace
constatar que la enseñanza en el futuro, si no en el presente, ha de servirse
de esos recursos, cribando lo histórico de entre lo fantástico, aunque apelando
antes a que destierren la violencia que albergan.
Desde
el descanso de tan agotador viaje, os deseo que la Semana, además de Santa, sea
buena. La mía seguro que lo será porque me esperan Rojo y Negro y La Cartuja de
Parma.
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