Abro esta mañana la sección de cultura
de la edición digital de El País y no me sorprende dar con un artículo en el
que el escritor y crítico Marcos Ordóñez afirma que, al ver algunas de las
series de las que todo el mundo habla, piensa en novelas y en teatro: Series: el triunfo de la narración,
titula. Y es entonces cuando recuerdo un texto que venía en las transparencias
de la parte de lenguaje audiovisual contemporáneo de la asignatura de cine a la
que asistí durante la carrera. En él Pere Gimferrer concluye diciendo: “si se cree que las series de
televisión es lo mejor que se hace en audiovisual, vamos listos”.
Me cuesta dar la razón a Gimferrer:
recuerdo cómo la vida de los personajes, detestables, cada vez más complejos,
de Los Soprano se me hacía cotidiana;
mi padre me comentaba hace poco la emoción profunda que le causó una escena de Mad Men en la que Don Draper, de cada
mano uno de sus hijos, se queda parado unos instantes al contemplar la casa en
la que vivió de niño. Pero, al rescatar las transparencias de la asignatura de
cine para copiar la cita de Gimferrer, recuerdo que me explicaron qué distingue
el lenguaje de la literatura del lenguaje del cine, que en su momento di
bastante la lata con las propuestas de Lynch, P.T. Anderson, Tarr, Yang, Linklater,
Wes Anderson y compañía.
Y la verdad es que no sé muy bien qué
pensar. Puede que estén en lo cierto los que exigen a los críticos de los
medios generales un juicio más allá de me
emociona, me llega y me conmueve, pero, bien pensado, ¿no es eso a lo que
aspira el arte? Sigo dudando. El profesor de la asignatura de cine me ayudó a
apreciar aún más películas clásicas que ya conocía. Me explicó los extremos de
un movimiento en principio contradictorio como el realismo poético y, a través
de Ozu, me hizo ver que hay veces que poco importa que lo que se cuenta suceda
en Japón, en América o cerquita de casa. Está claro que no habría podido
entender nada del cine que se hace ahora sin conocer todo esto.
Curiosamente, esta tarde, a la vuelta
del trabajo, iba leyendo una novela en la que la autora, Anne Wiazemsky, cuenta
su apasionado romance con el desconcertante reinventor del cine: Jean-Luc
Godard, tan admirado por el profesor de Lenguaje Audiovisual. Supongo que los
verdaderos cinéfilos estarán encantados de conocer de primera mano a Godard,
Truffaut y Rivette, aunque es posible que no disfruten tanto el libro como
aquéllos que lo leen con total libertad: los nombres de las personas
que inician a la vida adulta a Wiazemsky son sólo nombres que suenan más o
menos.
La novela autobiográfica de Anne
Wiazemsky (ágil, el lenguaje se adecúa perfectamente a lo que se cuenta y a la
edad que en aquel momento tenía la autora) me hace pensar en las distintas
formas de aproximarse a una obra de arte, es difícil determinar a veces cuál es
más adecuada. Reviso el artículo, ya no me acordaba que todo esto venía a
cuento del debate acerca de si las series han sustituido al cine. Quizá lo que
haya sucedido es que, en general, el buen cine se haya ido alejando del grueso
de las salas comerciales, que merezca la pena hacer un esfuerzo por ponerse al
día y enterarse de por dónde van los tiros en el cine de ahora, sabiendo que al
llegar a casa tendremos la oportunidad de disfrutar de una serie que nos hará
acordarnos del cine de siempre: el de historias bien contadas, el de personajes
inolvidables, el que se parece a los novelas que nos gustan.
PETER REDWHITE
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