La irresistible tentación de subir a
lo más alto. Ni la amenaza de lluvia ni el ya crónico dolor de rodillas ni el
miedo a la pájara me lo impiden. Allí en lo más alto hoy, un castillo, el de
Segura de la Sierra —otras veces un punto geodésico o la mera nada—, el aquí y ahora
desde el que contemplo mi más reciente pasado, los instantes recién vividos
convertidos ya en Historia unos cientos de metros más abajo: el manojo de
espárragos cogido entre los olivos; la foto tras el burladero de esa plaza de
toros rectangular en la que, ¡ejem!, con la ayuda de J me he colado por un
hueco abierto en la fachada; el inesperado encuentro con la casa de Jorge
Manrique, etcétera. Cosas que suceden, nuestras
vidas son los ríos que van a dar a la mar.
Subir a lo más alto. ¿Y una vez ahí
qué? Lo primero, alegrarme infinitamente de no padecer vértigo. Luego, por el
simple estar, sin pensar, con ese entorno a mis pies comprendo el ambiguo alcance
de la palabra poder. Porque ahí en lo más alto
es imposible no agarrar el mundo entero con los brazos, sentir que puedes, que eres puro potencial y el
señor de todo lo que ves, puro dominio. Eres capaz de realizar hazañas
extraordinarias. Eres una super heroína, una Birdman versión femenina, podrías volar. ¿Me lanzo o no me lanzo? Arriba
del todo les ves y te ven, contemplas y te admiran. ¿Puro ego? De qué hablamos
cuando hablamos de poder. Vaya, contestar a esta pregunta es de las cosas que
no puedes hacer sin detenerte a pensar, pero de qué hablamos cuando hablamos de pensar…
A Hannah
Arendt, su gran amor Martin Heidegger le enseñó que pensar y ser viviente son
una misma cosa. Y ella fue y reescribió el concepto: pensar es no abandonar las decisiones personales, el juicio propio,
a la corriente general del momento por muy grandioso, único o histórico que éste
sea. Hannah habla de elección racional —¡humm!, me pregunto si decidir colarse
en una plaza de toros por un hueco en la fachada lo es—, mas cumple tener buen tino para andar esta jornada sin errar, diría
Manrique. Y yo digo que quizá ahí reside nuestra identidad y que de eso hablamos
realmente cuando hablamos de poder, de
la capacidad de percibir a los demás y a nosotros mismos desde una distancia o
altura que nos permitan discernir y elegir al margen de la corriente general.
La
inesperada virtud de la ignorancia es más que el subtítulo de una película; seguir
la corriente es una forma de incapacidad e inutilidad vital, de falta de
identidad. A Hannah Harendt le parecía imposible haber logrado las dos cosas
que anhelaba: el gran amor y seguir manteniendo la identidad como persona. Ella
sí que fue una Birdman versión
femenina —puro ego, dijeron muchos de ella—, subió una montaña bien alta, miró
abajo y decidió lanzarse: voló. Hoy ese instante ya es Historia, como el poeta Jorge
Manrique, como mi manojo de espárragos cogido entre los olivos, como esta
página apenas recién terminada.
MAR REDONDO
Imágen del encabezamiento: El pensador, de Hugo Luis Pimentel
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