Año tras año, mi hipocampo me empuja a
ARCO. Debo decir que se ha convertido en una especie de peregrinaje. Justo en
esos mismos días visité también la Feria de arte Casa Leibniz; allí, Vila Matas,
ante una de las obras, escribió que, para él, arte era todo aquello que no entendía,
inclasificable. Algo así venía a decir. Salvando las distancias, a mí me suele
ocurrir que aquello ya sabido, que no me produce perplejidad o desazón, que no me
incita a una segunda mirada, me interesa más bien poco. Quizás por eso mismo,
en el transcurso de los años, se han hecho un hueco en mi memoria aquellos
artistas que de un modo u otro, un día produjeron ese efecto de algo incierto,
perturbador, extraño. En esa especie de disco duro que dicen es el hipocampo,
se encuentran mezclados unos con otros.
Por eso he vuelto este año a ARCO. En
cuanto comienzo el recorrido y a la vuelta de cualquier esquina me topo con su
obra, vuelven al primer plano el lugar y las circunstancias de entonces,
conformando una especie de carta de navegación de mi existencia. Alguno de los que yo he venido en
denominar la Generación de los ochenta —los Broto, Gordillo, Amat, Sicilia, Ferrán García
Sevilla, Del Rivero, Lamazares o Lucio Muñoz, etcétera—, se han ido
convirtiendo en los nuevos clásicos. Tanto es así, que más de uno expone obra
en esas galerías extranjeras de nombre potente. Sin embargo, por mucho que me
quiera engañar —y quiero, quiero—, este ARCO ya no es mi ARCO. No discuto que
se haya vuelto más profesional, y que con eso se facilite la compra a instituciones
y grandes coleccionistas, y que casi seguro ese fue desde el principio el
objetivo buscado. En el camino, en mi modesta opinión, esa gran lonja comercial
ha perdido mucha parte de aquella frescura, aquella genialidad de la década de
los ochenta y mediados de los noventa.
De esa época recuerdo el continuo
fluir de artistas entremezclados con galeristas y público. Ese movimiento
incesante que nos llevaba en un permanente ida y vuelta de galería en galería, esa
afabilidad en el trato, esa cercanía que facilitaba las ventas y permitía conocer
no solo la obra sino también al artista. Ahora, se diría que lo importante es atraer
a otro coleccionismo mayor y foráneo. En el ARCO actual, el pequeño
coleccionista ha desaparecido, tanto que es casi una especie a extinguir. Entonces
se iba y venía una y otra vez sobre la obra, sopesando, meditando, dudando,
calculando, acariciando la posesión. Cuando ahora me paseo por sus pasillos,
más diáfanos, eso sí, echo en falta esa pasión por adquirir esa obra y a ese
artista, pero sobre todo una obra concreta. Esa pulsión por el objeto, ese
enamoramiento súbito que te obligaba a volver a esa pared una y otra vez. Esa
obra que por unas horas y hasta unos días se convertía en un oscuro, único y
exclusivo objeto de deseo.
Este gran escaparate de ahora se ha
vuelto más bien coto de lobbies de coleccionistas, que se desplazan invitados de feria en feria
y nos marcan tendencias; de grandes instituciones y fundaciones que dejan señalada con su marca y
logo la obra adquirida, para publicidad de ese otro público, el de fin de
semana, esa muchedumbre que los galeristas medio soportan como un efecto
colateral del que esperan más bien poco —y eso se siente—, excepto el
hecho de ser vehículo de opinión sobre el ranking de sus obras.
Entre medias se han ido quedando muchos
amantes del arte, a los cuales se les priva del hecho de descubrir, de su mirada, de la posibilidad de
encontrar esa pieza única. Porque a
veces nos encontramos que las obras que cuelgan en los días dedicados exclusivamente
a profesionales y Big Collectors —pases VIP—, desaparecen de los stands —¿adquiridas?—
una vez se abre el espacio al público, en el cual, curiosamente, el
descubrimiento se realiza entonces por extraños maridajes entre asesores —oteadores— y coleccionistas —dinero—. Hasta se comenta que se ha inventado un algoritmo
que permite prever cuándo comprar y vender un determinado artista; que sea una
u otra obra parece que ya interesa más bien poco: el artista en sí convertido
en un valor más. Y en ese nuevo espacio de poder, para qué engañarnos, la
mirada personal y única tiene poca cabida.
No hay mal que no tenga remedio, repetía
mi abuela, y ese espíritu ochentero lo vuelvo a encontrar en las pequeñas Ferias
que en torno a ARCO se han ido creando. Me encuentro cercana a JUSTMADRID, donde
se respira ese trato afable y familiar, y este año a Casa Leibniz que por
primera vez ha integrado a pensadores y artistas en una interlocución conjunta;
también a aquellas pequeñas galerías emergentes, que haberlas haylas, de ARCO,
que todavía cuidan, nos cuidan, a los pequeños. Con suerte, dentro de unos años
mi peregrinaje en pos de mis cartografías particulares conducirá mis pasos hacia
estas otras ferias y abandonaré este ARCO que ya no es el mío.
HETERODOXA
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