11/2/15

PINTURAS RUPESTRES de VILLAR DEL HUMO (Cuenca), por Angel Sánchez

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Me traslado a la prehistoria de mi vida —en mí tampoco había aparecido la escritura—, para recordar mi mano abierta sobre un papel mientras con la otra y un lápiz silueteo cada uno de los dedos en un vertiginoso zigzag; o ya en la escuela, la misma mano embadurnada de polvo de tiza para estampar su huella sobre la pizarra. Unos cuantos años habían pasado ya desde que nuestros ancestros prehistóricos hicieron eso mismo sobre las paredes de abrigos o cuevas, como uno de los primeros impulsos de manifestación artística. Esa iniciativa creativa es lo que me viene a la mente cada vez que veo pinturas prehistóricas, como aquellas primeras en Villar del Humo, un rincón escondido en la serranía de Cuenca. Desde entonces, por muy simples que hayan sido, todas las que he visto han alterado alguna fibra de mi sensibilidad.
Las de Villar del Humo se encuentran entre los ríos Mesto y Cabriel, a unos doce kilómetros del pueblo por caminos de monte. Lo primero que me atrajo —y que me atrae de todos los grupos de pinturas rupestres que he visitado— es el entorno en el que aparecen. No puede ser casual que todos ellos hayan producido en mí sensaciones especiales, y me niego a pensar que llegara allí sugestionado por el significado de las obras que iba a ver. Difícil es que alguien me pueda convencer de que no existe relación alguna entre todos estos enclaves pictóricos y un mundo mágico-religioso-esotérico-favorecedor de la caza o vaya usted a saber de qué índole espiritual, sin que esto esté reñido con un goce estético.
Los farallones calizos se presentan como lienzo que la naturaleza ha dispuesto a propósito, para el fin que los hombres neolíticos de este paraje conquense le dieron. Fijaron en él animales cuyo continuo movimiento les alteraba, y quizá pensaron retener así su espíritu. Figuras rojizas de extractos minerales sobre paredes también ocres, amarillentas, anaranjadas; contrastes que la perfecta elección del muro, a salvo de las lluvias, ha permitido su conservación. Las verjas que las protegen hoy día nos recuerdan que solo hay algo más destructivo que el tiempo, y es el propio hombre.
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Yo no sabía entonces que estas representativas pinturas del arte rupestre levantino iban a ser declaradas en 1998, junto a las del Arco Mediterráneo, Patrimonio de la Humanidad, así como de Interés Turístico Internacional, pero no me hacían falta estos reconocimientos para sentir que estaba ante una creación humana singular. Me planteaba en aquel momento que, cuando los homínidos empezaron a realizar este tipo de representaciones, quizá estaban trazando la línea que les separaba del resto del mundo animal. Ninguna de ellas superarán en belleza a cualquiera de las de la Capilla Sixtina, pero yo les otorgaba, y les otorgo, el mérito de su antigüedad. Cuando dentro de doscientos años se viaje sin mayor trascendencia a la Luna, no se ha de otorgar igual valor a esos pasajeros que a aquellos que la visitaron por primera vez con el Apolo 11.
De entre las ciento setenta figuras existentes, distinguimos unas naturalistas y rojizas, las más antiguas del periodo neolítico. Ciervos, bóvidos o cápridos forman escenas con arqueros —los últimos cazadores-recolectores— y alguna figura femenina. Mientras, las más esquemáticas y simbólicas donde se entremezclan puntos, barras, figuras serpentiformes junto a las zoomorfas y antropomorfas de un color más anaranjado llegarán hasta la Edad del Bronce. Para los que no se manejen con eso de las fechas, las primeras tendrían una antigüedad de en torno a 10.000 años y las del segundo grupo comenzarían a realizarse unos 6.500 años antes del momento en que esto se está escribiendo. Esto le convierte en el único yacimiento rupestre del mundo donde en un mismo enclave encontramos ambas tipografías y estilos a un tiempo.
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       Con todos los reparos que plantea para algunos la actuación sobre un espacio natural —hasta cierto punto, porque ya estamos viendo cómo el hombre actuó sobre él hace miles de años—, desde hace unos años este entorno se ha organizado como un Parque Cultural. Esto supone poner en valor un pasado histórico, anónimo sí, pero no por ello de menos entidad o más desligado de los pocos habitantes que quedan en la zona. Como para otros muchos pequeños núcleos de población en España, hoy generalmente casi abandonados, es una forma de reivindicarse. Y se ha hecho integrando en el espacio la vegetación, las fuentes y los ríos, en un aspecto que podría recordar a cómo lo visualizaban los artistas que eligieron aquel rincón para su obra. Las discretas sendas, perfectamente señalizadas, nos llevan hasta los distintos grupos de pinturas y junto a ellas calcos plasmados en atriles nos descifran las figuras que vemos, en unos casos evidentes y en otros más disimuladas. Desde los miradores de Peña del Escrito y Torre Balbina nos recreamos con el paisaje, y observamos los chozos de Selva Pascuala y Torre Balbina que nos hablan de épocas de pastores más recientes pero que ya se nos antojan lejanas. Y por si tenemos un ataque de bucolismo, en el merendero de Selva Pascuala, rodeados de chopos, tilos, robles o pinos, podemos cumplir con algo más prosaico como es matar el hambre.


Cuando rememoro las pinturas de Villar del Humo, o las Aldeaquemada en Jaén, las de la Cueva de la Pileta en la malagueña Benaoján, la cueva de los Letreros —con su Indalo— en Vélez Blanco, o las de Fuencaliente en Ciudad Real, me animo a trazarme un día una ruta por los Caminos de Arte Rupestre Prehistórico, reconocido como Itinerario Cultural del Consejo de Europa, y visitar poco a poco aquellos lugares de España y Portugal para saciar mi interés por este arte. O por qué no, aventurarme más adelante por otros de Francia, Italia, Irlanda, Suecia y Noruega, lugares también reunidos en la Asociación Internacional de Caminos de Arte Rupestre Prehistórico. Aunque no encuentre nunca respuesta a las preguntas que me persiguen: ¿qué sentían?, ¿por qué pintaban?, ¿por qué elegían esos lugares? Entretanto, os confieso que estoy deseando poner punto final a este escrito, coger papel y bolígrafo, y volver a la prehistoria de mi vida.  
ANGEL SÁNCHEZ

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