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Me
traslado a la prehistoria de mi vida —en mí tampoco había aparecido la
escritura—, para recordar mi mano abierta sobre un papel mientras con la otra y
un lápiz silueteo cada uno de los dedos en un vertiginoso zigzag; o ya en la
escuela, la misma mano embadurnada de polvo de tiza para estampar su huella sobre
la pizarra. Unos cuantos años habían pasado ya desde que nuestros ancestros
prehistóricos hicieron eso mismo sobre las paredes de abrigos o cuevas, como uno
de los primeros impulsos de manifestación artística. Esa iniciativa creativa es
lo que me viene a la mente cada vez que veo pinturas prehistóricas, como
aquellas primeras en Villar del Humo, un rincón escondido en la serranía de
Cuenca. Desde entonces, por muy simples que hayan sido, todas las que he visto han
alterado alguna fibra de mi sensibilidad.
Las de
Villar del Humo se encuentran entre los ríos Mesto y Cabriel, a unos doce kilómetros
del pueblo por caminos de monte. Lo primero que me atrajo —y que me atrae de
todos los grupos de pinturas rupestres que he visitado— es el entorno en el que
aparecen. No puede ser casual que todos ellos hayan producido en mí sensaciones
especiales, y me niego a pensar que llegara allí sugestionado por el
significado de las obras que iba a ver. Difícil es que alguien me pueda
convencer de que no existe relación alguna entre todos estos enclaves
pictóricos y un mundo mágico-religioso-esotérico-favorecedor de la caza o vaya
usted a saber de qué índole espiritual, sin que esto esté reñido con un goce
estético.
Los
farallones calizos se presentan como lienzo que la naturaleza ha dispuesto a
propósito, para el fin que los hombres neolíticos de este paraje conquense le
dieron. Fijaron en él animales cuyo continuo movimiento les alteraba, y quizá
pensaron retener así su espíritu. Figuras rojizas de extractos minerales sobre paredes
también ocres, amarillentas, anaranjadas; contrastes que la perfecta elección
del muro, a salvo de las lluvias, ha permitido su conservación. Las verjas que
las protegen hoy día nos recuerdan que solo hay algo más destructivo que el
tiempo, y es el propio hombre.
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Yo no
sabía entonces que estas representativas pinturas del arte rupestre levantino
iban a ser declaradas en 1998, junto a las del Arco Mediterráneo, Patrimonio de
la Humanidad, así como de Interés Turístico Internacional, pero no me hacían
falta estos reconocimientos para sentir que estaba ante una creación humana
singular. Me planteaba en aquel momento que, cuando los homínidos empezaron a
realizar este tipo de representaciones, quizá estaban trazando la línea que les
separaba del resto del mundo animal. Ninguna de ellas superarán en belleza a cualquiera
de las de la Capilla Sixtina, pero yo les otorgaba, y les otorgo, el mérito de
su antigüedad. Cuando dentro de doscientos años se viaje sin mayor
trascendencia a la Luna, no se ha de otorgar igual valor a esos pasajeros que a
aquellos que la visitaron por primera vez con el Apolo 11.
De
entre las ciento setenta figuras existentes, distinguimos unas naturalistas y
rojizas, las más antiguas del periodo neolítico. Ciervos, bóvidos o cápridos
forman escenas con arqueros —los últimos cazadores-recolectores— y alguna
figura femenina. Mientras, las más esquemáticas y simbólicas donde se entremezclan
puntos, barras, figuras serpentiformes junto a las zoomorfas y antropomorfas de
un color más anaranjado llegarán hasta la Edad del Bronce. Para los que no se
manejen con eso de las fechas, las primeras tendrían una antigüedad de en torno
a 10.000 años y las del segundo grupo comenzarían a realizarse unos 6.500 años antes del momento en que esto se está escribiendo. Esto le convierte en el
único yacimiento rupestre del mundo donde en un mismo enclave encontramos ambas
tipografías y estilos a un tiempo.
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Con
todos los reparos que plantea para algunos la actuación sobre un espacio
natural —hasta cierto punto, porque ya estamos viendo cómo el hombre actuó
sobre él hace miles de años—, desde hace unos años este entorno se ha
organizado como un Parque Cultural. Esto supone poner en valor un pasado
histórico, anónimo sí, pero no por ello de menos entidad o más desligado de los
pocos habitantes que quedan en la zona. Como para otros muchos pequeños núcleos
de población en España, hoy generalmente casi abandonados, es una forma de
reivindicarse. Y se ha hecho integrando en el espacio la vegetación, las
fuentes y los ríos, en un aspecto que podría recordar a cómo lo visualizaban
los artistas que eligieron aquel rincón para su obra. Las discretas sendas,
perfectamente señalizadas, nos llevan hasta los distintos grupos de pinturas y
junto a ellas calcos plasmados en atriles nos descifran las figuras que vemos, en
unos casos evidentes y en otros más disimuladas. Desde los miradores de Peña
del Escrito y Torre Balbina nos recreamos con el paisaje, y observamos los
chozos de Selva Pascuala y Torre Balbina que nos hablan de épocas de pastores
más recientes pero que ya se nos antojan lejanas. Y por si tenemos un ataque de
bucolismo, en el merendero de Selva Pascuala, rodeados de chopos, tilos, robles
o pinos, podemos cumplir con algo más prosaico como es matar el hambre.
Cuando
rememoro las pinturas de Villar del Humo, o las Aldeaquemada en Jaén, las de la
Cueva de la Pileta en la malagueña Benaoján, la cueva de los Letreros —con su
Indalo— en Vélez Blanco, o las de Fuencaliente en Ciudad Real, me animo a
trazarme un día una ruta por los Caminos de Arte Rupestre Prehistórico,
reconocido como Itinerario Cultural del Consejo de Europa, y visitar poco a
poco aquellos lugares de España y Portugal para saciar mi interés por este
arte. O por qué no, aventurarme más adelante por otros de Francia, Italia,
Irlanda, Suecia y Noruega, lugares también reunidos en la Asociación
Internacional de Caminos de Arte Rupestre Prehistórico. Aunque no encuentre nunca
respuesta a las preguntas que me persiguen: ¿qué sentían?, ¿por qué pintaban?, ¿por
qué elegían esos lugares? Entretanto, os confieso que estoy deseando poner punto
final a este escrito, coger papel y bolígrafo, y volver a la prehistoria de mi
vida.
ANGEL SÁNCHEZ
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