Es domingo. Me levanto
tarde y, como dice Leonard Cohen, el presente no es más que un montón de cosas
que hacer. Esta mañana no tengo puesta música de Cohen sino de Elliott Murphy.
Su último CD (Intime) ahora no suena a estudio de grabación, me lleva a
la sala Clamores; suena a diálogos con la guitarra de Olivier Durand, a más de
dos horas de concierto en las que las canciones de Intime y
las de siempre eran capaces de hacerme sentir más allá del virtuosismo de
Durand, de los versos de Murphy, tan sugerentes a veces.
Elliott Murphy empezó
anoche el concierto llamando a la disciplina, lleva razón el blues benedictino:
hay que mantenerse hambriento, delgado; cuesta encontrar una nueva manera de
decir lo mismo cada día. La verdad es que ya había visto a Elliott Murphy en
concierto. Fue el año pasado, también en Clamores con Olivier Durand. Supongo
que no seré el único al que las experiencias que se repiten –las comidas en el
trabajo, las vueltas al pueblo, los sueños– se le acaban comprimiendo, si no
escarbas demasiado, casi en una sola imagen que suele coincidir con la última
vez o alguna ocasión especialmente significativa. Puede que dos veces no sean
excesivas, pero ¿era necesario mezclar los recuerdos del primer concierto con
otras sensaciones que no tardarán demasiado en desvanecerse?
Han pasado unas pocas
horas y la noche del sábado se difumina y fragmenta. Pronto me volveré a
olvidar hasta el año que viene de You Never Know What You’re In For,
Sonny, Green River y Diamonds By The Yard.
Entonces, a finales de enero de 2016, volveré a convencer a gente con la que me
apetece estar de que tenemos que ir a un concierto de un tal Elliott Murphy. Es
probable que no haya demasiadas diferencias, que vuelvan a desenchufar las
guitarras y alejarse de los micrófonos para cantar It Takes A Worried
Man o cualquier otra y que se repitan muchas de las canciones; durante
esas dos horas me volveré a sentir bien: por suerte, el presente no siempre es
un montón de cosas que hacer.
PETER REDWHITE
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