Recuerdo
que, cuando elegí el texto de Descartes en Selectividad, a mí aquello de “pienso, luego existo” me parecía
genial. No importaba si lo que estábamos viendo era o no real: por ejemplo, con
un enunciado tan simple como “creo ver
una casa y por tanto existo” ya te dejaban un rato en paz Dios, los sueños
y hasta el geniecillo maligno. Es cierto que la explicación de la existencia
del resto de cosas nunca me convenció del todo, también lo es que entonces, al
acabar el instituto, a los diecisiete, era el momento de tomar decisiones
importantes y no de cuestionar de manera metódica la filosofía cartesiana.
Ahora,
cuando ahora ya no significa el
momento en que llegué a Madrid ni los días de Universidad, ni aquí (el lugar desde donde escribo) es
la casa del Paseo de San Francisco de Sales en la que he vivido todos estos
años, no tengo muy claro qué queda del yo
de Selectividad, de la res cogitans,
del sujeto de Descartes. Fernando Savater llega a preguntarse incluso por qué lo
que piensa y existe debe ser una cosa, un algo estable, en lugar de una serie
de impresiones momentáneas. ¿Percibimos alguna vez de verdad ese sujeto que
Descartes da por supuesto o no es más que otra ilusión? Jamás se me habría
ocurrido pensar que yo pudiera ser
tan sólo un localizador verbal idéntico a aquí
o ahora, que existir funcionase de la
misma manera que es de día o llueve, algo que pasa pero que nadie
hace. Y surge la cuestión de qué es lo que explica la continuidad de esa serie
sensaciones, deseos y pensamientos, de por qué estamos tan comprometidos con
ella.
Allí,
en la casa de San Francisco de Sales, la habitación en la que escribía era
pequeña e interior, me encantaba. Había veces en las que un Sporting-Sevilla
era motivo suficiente para que viniesen amigos y comprar un queso de ésos que
se untan, aún hablamos de los domingos de tostador. El salón daba a un patio de
árboles muy altos a los que vimos sin hojas unas cuantas veces. Sí, seguramente
Savater lleva razón cuando dice que es la memoria lo que explica la continuidad
de nuestra existencia. Pero aquí, en
esta casa, también se está muy bien. Llevo demasiado dándole vueltas a todo
esto, voy a ver qué hacen mis compañeros de piso, a hablar un rato. Y es que me
gusta la manera en la que Wittgenstein, por medio del lenguaje, justifica la
existencia de los demás: el lenguaje que encontramos en nosotros, el que nos
permite soñar y pensar, es por el que debemos postular la existencia de otras
interioridades: “soy un yo porque puedo
llamarme así frente a un tú en una lengua que permite después al tú hablar
desde el lugar del yo”.
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