Hay una calle en
cuesta en un pueblo de Jaén donde los coches aparcan una quincena en la acera
derecha y otra en la izquierda, alternativamente; una calle de fachadas blancas
donde el panadero aún reparte en furgoneta —puerta por puerta y previo toque de
claxon— panes, pestiños, tortas de anís, bombas de chocolate…, y donde en
consecuencia los llegados de fuera engordamos mucho más de lo querido y de lo debido.
Es una calle en cuesta que, si la sigues hasta abajo te saca del pueblo y te
mete de cabeza entre los olivos, y si la caminas hasta lo alto y la prolongas
algo más allá en una línea imaginaria acaba bañándote los pies en la Fuensanta , como en un escarpado
paseo del polvo al agua, del terruño al cielo.
En cada visita a esta
calle encuentras que tristemente queda alguien menos, alguien que se ha ido
para siempre, pero que también alguien —tal vez un hijo que en su día marchó del
pueblo— ha regresado a la casa familiar al menos por un tiempo; y encuentras
que el ímpetu y el dinamismo de los más jóvenes, los pocos que viven en esta
calle, ensamblan perfectamente con los achaques y la quietud de los mayores; y
ves cómo cada vecino porque sí, por costumbre, barre su pequeña fracción de
acera y el que puede —el que no pueda, siempre habrá alguien dispuesto a hacerlo
por él— recoge las hojas secas del árbol que con mucha suerte alegra su fachada
y sombrea, o más bien crea la ilusión de sombrear, porque esto es Andalucía, el
sitio donde en verano al caer el sol coloca su silla y se une al corrillo de
cada noche, el que alivia el ambiente —y otras cosas— más por la compañía que
por el relente, que aquí en verano no se mueve una hoja ni de día ni de noche.
Y en el corrillo, hacia
la mitad de la calle, la señora Paca y la señora Josefa escuchan y asienten a
todo lo que el señor Francisco les cuenta para, diez minutos después,
confesarle muertas de risa que no se han enterado de nada porque las dos están
trompetilla, y es imposible no reírte con ellas, con su espontaneidad, su
llaneza y también su buena dosis de picardía; y está Ana, otra vecina, que
intencionadamente hace siempre comida de más y aparece cada tres por dos con un
plato para que la señora Paca no tenga que cocinarse ni fregar nada; y, un poco
más arriba, alguien que baja la calle en coche te ve de pronto, frena de golpe
y con un brío asombroso salta fuera para venir a darte la bienvenida sincera,
grata, afectuosa; y justo allí mismo, enfrente, los del bar —antes una churrería
que, ¡una pena!, ya no está en esta calle en cuesta— nos mal acostumbran con
una tapa a elegir por persona y consumición: tantos somos, tantas tapas nos
corresponden y, señores…, ¡seguimos engordando!, y alguna que otra vez mandan también
a alguno de sus chiquillos con la comida hecha para alguno de esos mayores.
Y una tarde, alguien
de esta calle en cuesta te cuenta que suele pescar por Coto Ríos, justo donde te
has bañado hoy, y que el agua en el Charco de la Pringue está helada y no
hay quien se meta, y puedes dar fe de ello porque justo ahí a trancas y
barrancas te has medio dado hoy el segundo baño; y otro alguien, el nieto de la
puerta de al lado que ha venido de vacaciones, entra a saludar a la señora Paca,
¡cómo no, si la conoce desde niño y nunca se olvida de ella!, y le comenta que
está terminando los estudios y que tiene novia y muchos planes de futuro y que
ya entrará otro rato a verla, a recordar con ella anécdotas de cuando era niño
ahora que ha dejado de serlo.
Por esta calle en
cuesta de este pueblo de Jaén pasan los coches muy deprisa y la vida muy
despacio, a ritmo de sur, de copla, de buen o mal año de oliva, pero a ti cuando
te quieres dar cuenta se te han pasado los días y tienes que dejar atrás las
bombas de chocolate, la sordera de las abuelas, el corrillo de la acera… y
volver a Madrid; y deseas que dentro de algunos años, cuando ya no puedas
limpiar la casa sola ni hacerte la compra ni cocinarte, aquí en la ciudad, de
cuando en cuando, con suerte, alguien en la puerta de al lado, alguien del ¿corrillo?
entre para preocuparse de cómo estás, del ánimo que luces ese día, para traerte
un plato de comida casera y barrerte las hojas secas de la terraza.
MAR REDONDO
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