Cuando tengo
oportunidad de ver un lugar desde dos puntos de vista diferentes, me viene a
menudo a la mente una copla que ya no sé discernir si es de mi tierra
castellana o de mi tierra andaluza: “el
número de tu casa tiene duende, desde abajo parece un 6, desde arriba parece un
9” . Y
duende, sin duda, tiene La
Hermida , el rincón escondido que saco de su escondrijo en
este artículo, y que abajo es desfiladero
y arriba mirador. Para disfrutarlo, nos vamos a la aldea de Peñeres, municipio
de Peñarrubia, un rincón del occidente cantábrico que muy
bien podría ser asturiano y que solo prescinde del verde cuando la roca se
empeña. Llegamos a él después de habernos despachado todas las corbatas de
hojaldre que hayamos podido en Unquera, porque compradas para comer otro día
pierden mucho.
Acompañados
en todo momento por el río Deva, al llegar a La Hermida , conducir se ha
convertido en un ejercicio de cálculo geométrico para no rozarte con los coches
que vienen en sentido contrario, o para no hacerlo con las paredes verticales
que hace milenios el río se obstinó en dejar al desnudo. Ya no nos abandonará la
boca entreabierta del asombro hasta que no dejemos esta comarca. Nos
desviaremos hacia el Este, en una subida pronunciada que pondrá a prueba a los
devotos de la línea recta; un tiovivo natural que, a los que las curvas en los
coches solo les afectaron de niños, saborean palmo a palmo, mientras que el
resto la soportan por la belleza de los márgenes, salpicados de hierba fresca y
arbustos, de casas y caseríos dispersos, y sobre todo porque intuyen que están
subiendo al cielo. Aunque esto último suene exagerado, uno se siente en un
paisaje celestial. Y si lo sentimos, es que estamos.
El paisaje,
una amplia plataforma más o menos llana pero con pequeñas colinas (mejor, porque
me aburren las llanuras), verde, muy verde, de un verde que invita a tumbarse
en él, a acurrucarse junto a la sombra de algún arbusto cuando el día es
caluroso y a observarlo simplemente cuando no lo es. No sé si el verde nos
subyuga tanto porque vivimos en un país predominantemente árido, si en los
países como Holanda o Suiza se siente la misma sensación; quizá también es que
el verde es la manifestación de la existencia del agua, y ésta de vida. Pero dejamos
la reflexión y las tentaciones para otro momento, porque aún nos quedan unos
cientos de metros para terminar de aproximarnos al mirador de La Hermida o de Santa
Catalina.
Al llegar, la
pequeña plataforma poligonal de malla metálica sobre el precipicio no te libra
del vértigo, pero te envalentona. No me quiero ni imaginar qué podríamos sentir
en la Skywalk , la plataforma que los indios hualapai instalaron
en el cañón del Colorado, a 1200
metros sobre el mismo, justo el doble de altura a la que
nosotros nos encontramos. Nos sentimos poderosos en este punto desde el que
todo se ve pequeño: las casas, lejanas; el Deva, un hilo de agua en el fondo
del desfiladero; los coches, hormigas; la gente, apenas se distingue; las vacas,
pastando ajenas a su apariencia de figuras de belén. Sientes vértigo, aunque
nunca lo hayas sentido.
Con la vista
recorres todo el desfiladero hasta encontrarte con la cercana Potes, capital
del valle del Liébana —otro lugar muy recomendable— y el meollo de los Picos de
Europa al fondo. Afortunadamente, no alcanzas a ver el estrés que has dejado en
tu lugar de trabajo, a cientos de kilómetros. No te acuerdas del ruido y de los
humos. Respiras hondo, sientes la brisa fresca, vuelves a captar el olor a
humedad y a hierba. Te sientes, en definitiva, como aquellas lejanas vacas
pastando, cuya tranquilidad siempre has envidiado.
En este monte
de Santa Catalina, donde en el siglo VIII existió una fortaleza astur desde la
que se vigilaba el paso hacia la costa, no nos extraña la idea de que fuese un
enclave sagrado precristiano; algo más difícil de creer es que los musulmanes
jugaran con bolas y bolos de oro, leyenda por la que el enclave se conoce
también como la Bolera
de los Moros. De haber algo de cierto en esta leyenda —siempre tienen una base
real—, nos aventuramos a conceder a los musulmanes la ventura de haber
encontrado las riquezas del antiguo santuario precristiano; y, en todo caso, en
cualquier guerra tantísimas horas de aburrida y tensa espera, sin un mal móvil
que echarse a las manos, debieron generar innumerables juegos y canciones, y
seguramente no pocos roces y peleas.
Al volver al
fondo del desfiladero, tomamos el sentido contrario del que trajimos para acercamos
a la iglesia prerrománica, mozárabe, de Santa María de Lebeña, encantadora y,
además, enseñada con encanto. A sus pies, un olivo milenario, junto a un tejo
ya muerto, símbolos del amor de sus fundadores.
¿Todo el mundo piensa que los olivos son más bien achaparrados y de copa
ancha? Venid aquí y me contáis.
ANGEL SÁNCHEZ
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