19/11/14

EL MIRADOR DE LA HERMIDA (Cantabria), por Angel Sánchez



Cuando tengo oportunidad de ver un lugar desde dos puntos de vista diferentes, me viene a menudo a la mente una copla que ya no sé discernir si es de mi tierra castellana o de mi tierra andaluza: “el número de tu casa tiene duende, desde abajo parece un 6, desde arriba parece un 9”. Y duende, sin duda, tiene La Hermida, el rincón escondido que saco de su escondrijo en este artículo, y  que abajo es desfiladero y arriba mirador. Para disfrutarlo, nos vamos a la aldea de Peñeres, municipio de Peñarrubia, un rincón del occidente cantábrico que muy bien podría ser asturiano y que solo prescinde del verde cuando la roca se empeña. Llegamos a él después de habernos despachado todas las corbatas de hojaldre que hayamos podido en Unquera, porque compradas para comer otro día pierden mucho.
Acompañados en todo momento por el río Deva, al llegar a La Hermida, conducir se ha convertido en un ejercicio de cálculo geométrico para no rozarte con los coches que vienen en sentido contrario, o para no hacerlo con las paredes verticales que hace milenios el río se obstinó en dejar al desnudo. Ya no nos abandonará la boca entreabierta del asombro hasta que no dejemos esta comarca. Nos desviaremos hacia el Este, en una subida pronunciada que pondrá a prueba a los devotos de la línea recta; un tiovivo natural que, a los que las curvas en los coches solo les afectaron de niños, saborean palmo a palmo, mientras que el resto la soportan por la belleza de los márgenes, salpicados de hierba fresca y arbustos, de casas y caseríos dispersos, y sobre todo porque intuyen que están subiendo al cielo. Aunque esto último suene exagerado, uno se siente en un paisaje celestial. Y si lo sentimos, es que estamos.

El paisaje, una amplia plataforma más o menos llana pero con pequeñas colinas (mejor, porque me aburren las llanuras), verde, muy verde, de un verde que invita a tumbarse en él, a acurrucarse junto a la sombra de algún arbusto cuando el día es caluroso y a observarlo simplemente cuando no lo es. No sé si el verde nos subyuga tanto porque vivimos en un país predominantemente árido, si en los países como Holanda o Suiza se siente la misma sensación; quizá también es que el verde es la manifestación de la existencia del agua, y ésta de vida. Pero dejamos la reflexión y las tentaciones para otro momento, porque aún nos quedan unos cientos de metros para terminar de aproximarnos al mirador de La Hermida o de Santa Catalina.
Al llegar, la pequeña plataforma poligonal de malla metálica sobre el precipicio no te libra del vértigo, pero te envalentona. No me quiero ni imaginar qué podríamos sentir en la Skywalk, la plataforma que los indios hualapai instalaron en el cañón del Colorado, a 1200 metros sobre el mismo, justo el doble de altura a la que nosotros nos encontramos. Nos sentimos poderosos en este punto desde el que todo se ve pequeño: las casas, lejanas; el Deva, un hilo de agua en el fondo del desfiladero; los coches, hormigas; la gente, apenas se distingue; las vacas, pastando ajenas a su apariencia de figuras de belén. Sientes vértigo, aunque nunca lo hayas sentido.

Con la vista recorres todo el desfiladero hasta encontrarte con la cercana Potes, capital del valle del Liébana —otro lugar muy recomendable— y el meollo de los Picos de Europa al fondo. Afortunadamente, no alcanzas a ver el estrés que has dejado en tu lugar de trabajo, a cientos de kilómetros. No te acuerdas del ruido y de los humos. Respiras hondo, sientes la brisa fresca, vuelves a captar el olor a humedad y a hierba. Te sientes, en definitiva, como aquellas lejanas vacas pastando, cuya tranquilidad siempre has envidiado.
En este monte de Santa Catalina, donde en el siglo VIII existió una fortaleza astur desde la que se vigilaba el paso hacia la costa, no nos extraña la idea de que fuese un enclave sagrado precristiano; algo más difícil de creer es que los musulmanes jugaran con bolas y bolos de oro, leyenda por la que el enclave se conoce también como la Bolera de los Moros. De haber algo de cierto en esta leyenda —siempre tienen una base real—, nos aventuramos a conceder a los musulmanes la ventura de haber encontrado las riquezas del antiguo santuario precristiano; y, en todo caso, en cualquier guerra tantísimas horas de aburrida y tensa espera, sin un mal móvil que echarse a las manos, debieron generar innumerables juegos y canciones, y seguramente no pocos roces y peleas.
Al volver al fondo del desfiladero, tomamos el sentido contrario del que trajimos para acercamos a la iglesia prerrománica, mozárabe, de Santa María de Lebeña, encantadora y, además, enseñada con encanto. A sus pies, un olivo milenario, junto a un tejo ya muerto, símbolos del amor de sus fundadores.  ¿Todo el mundo piensa que los olivos son más bien achaparrados y de copa ancha? Venid aquí y me contáis.

 ANGEL SÁNCHEZ

No hay comentarios :

Publicar un comentario