22/10/14

VER EL FUTURO, por Mar Redondo



"Si te miras al espejo, puedes ver el futuro", dice Miguel Rellán en el papel del profesor en la obra Los jugadores, de Pau Miró, que vi hace unos días en los Teatros del Canal. Tal vez tenga razón. Al menos parece que los cuatro personajes de esta obra: profesor, barbero, enterrador y actor, todos de mediana edad, están ya más que al cabo de la calle de cual será su futuro sin siquiera tener que mirarse al espejo propio, solo mirándose entre ellos, espejo unos de otros.
Son viejos conocidos y compañeros de mesas de juego, con vidas corrientes y problemas corrientes que comparten, y secretos u errores que sin embargo se esconden —como pasa en las mejores familias—, hasta que no les queda otra que sacarlos a la luz y compartirlos también, levantar metafóricamente sus cartas más ocultas y mostrarlas sobre el tapete. Una de esas cartas, el error más grave y de solución más urgente de uno de ellos, el profesor, referente del grupo, les llevará a dar un paso rocambolesco y osado, el movimiento determinante que disparará su adrenalina al máximo y sacudirá sus anodinas vidas —más allá aún del inconmensurable instante de levantar la última carta en la mesa de juego—, algo que todos en silencio, otro secreto aunque en este caso tal vez a voces, han estado anhelando.
Cuando el telón cae al final conocemos, aunque por supuesto no la voy a desvelar aquí, la consecuencia inmediata, en el presente, y aparentemente favorable de ese arriesgado paso, pero no cómo va a trascender en el futuro de estos personajes individualmente y/o como grupo; eso queda a la interpretación o a la imaginación o, por qué no, al deseo de cada espectador. Él es quien decide realmente el futuro de esos cuatro personajes a los que mira y por los que a su vez es mirado.
Porque, de algún modo, ese escenario en el que la representación tiene lugar también funciona como un espejo, pero un espejo de doble cara. Más allá de la ruptura de la cuarta pared, el montaje de Los jugadores subraya esa idea. En el transcurso de la obra y en repetidas ocasiones, los personajes se colocan al borde del escenario, el proscenio, y, simplemente, se quedan mirando hacia el patio de butacas, donde estamos nosotros. La primera vez te preguntas por qué lo hacen, esperas que hagan algo más, pero solo miran y luego abandonan el escenario, y así varias veces; lo mismo que nosotros, después de hora y veinte de mirar, abandonamos el patio de butacas.
Nosotros les miramos a ellos: Durante una hora y veinte minutos “vemos” —en un sentido amplio que engloba pensar, percibir, sentir; en definitiva, vivir— la experiencia que allí se está desarrollando y que durante ese tiempo se convierte en la nuestra propia. Nos reconocemos en esos personajes, nos vemos sobre las tablas, no como actores en el sentido de intérpretes de un papel, sino como actores en el sentido de seres que realizan actos con los que unas veces aciertan y otras yerran. El escenario-espejo nos devuelve un reflejo, una imagen de nosotros mismos más o menos próxima a lo literal dependiendo de nuestro mayor o menor grado de identificación con la situación que estamos “viendo”, o con algún o algunos de los personajes en concreto.
Ellos nos miran a nosotros: Esa imagen-reflejo nuestra —puede encantarnos, horrorizarnos o ni fu ni fa— activa a su vez en nosotros una respuesta (una réplica, un reflejo), en parte automática y por tanto involuntaria pero también reflexiva, que se expresa en Los jugadores en forma de “barrunto” del futuro de sus personajes, lo que equivaldría a decir barrunto de nuestro futuro, el de cada uno de nosotros que estamos también allí arriba, reflejados. 

Ellos y nosotros, personajes de una obra, anhelantes de ese “subidón” de adrenalina que sacuda, al menos eventualmente, nuestras encajonadas vidas, sean cuales sean las consecuencias, positivas o negativas. Que se lo digan al personaje del actor, interpretado magníficamente por Luis Bermejo —conocido sobre todo en series de televisión, pero para mí un descubrimiento sobre las tablas—, para quien su mayor disfrute son los momentos en los que se queda en blanco sobre el escenario, motivo por el cual, por muchos casting a los que acude, ya no le contratan ni, como espectadora me atrevo a predecir, nunca más le contratarán (a su personaje, por si quedan dudas; al actor le queda mucho aún por dar).

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