"Si te miras al
espejo, puedes ver el futuro", dice Miguel Rellán en el papel del profesor
en la obra Los jugadores, de Pau
Miró, que vi hace unos días en los Teatros del Canal. Tal vez tenga razón. Al
menos parece que los cuatro personajes de esta obra: profesor, barbero,
enterrador y actor, todos de mediana edad, están ya más que al cabo de la calle
de cual será su futuro sin siquiera tener que mirarse al espejo propio, solo
mirándose entre ellos, espejo unos de otros.
Son viejos conocidos
y compañeros de mesas de juego, con vidas corrientes y problemas corrientes que
comparten, y secretos u errores que sin embargo se esconden —como pasa en las
mejores familias—, hasta que no les queda otra que sacarlos a la luz y compartirlos
también, levantar metafóricamente sus cartas más ocultas y mostrarlas sobre el
tapete. Una de esas cartas, el error más grave y de solución más urgente de uno
de ellos, el profesor, referente del grupo, les llevará a dar un paso
rocambolesco y osado, el movimiento determinante que disparará su adrenalina al
máximo y sacudirá sus anodinas vidas —más allá aún del inconmensurable instante
de levantar la última carta en la mesa de juego—, algo que todos en silencio, otro
secreto aunque en este caso tal vez a voces, han estado anhelando.
Cuando el telón cae al
final conocemos, aunque por supuesto no la voy a desvelar aquí, la consecuencia
inmediata, en el presente, y aparentemente favorable de ese arriesgado paso,
pero no cómo va a trascender en el futuro de estos personajes individualmente y/o
como grupo; eso queda a la interpretación o a la imaginación o, por qué no, al deseo
de cada espectador. Él es quien decide realmente el futuro de esos cuatro
personajes a los que mira y por los que a su vez es mirado.
Porque, de algún
modo, ese escenario en el que la representación tiene lugar también funciona
como un espejo, pero un espejo de doble cara. Más allá de la ruptura de la
cuarta pared, el montaje de Los jugadores
subraya esa idea. En el transcurso de la obra y en repetidas ocasiones, los
personajes se colocan al borde del escenario, el proscenio, y, simplemente, se
quedan mirando hacia el patio de butacas, donde estamos nosotros. La primera
vez te preguntas por qué lo hacen, esperas que hagan algo más, pero solo miran
y luego abandonan el escenario, y así varias veces; lo mismo que nosotros,
después de hora y veinte de mirar, abandonamos el patio de butacas.
Nosotros
les miramos a ellos: Durante una hora y veinte minutos “vemos”
—en un sentido amplio que engloba pensar, percibir, sentir; en definitiva,
vivir— la experiencia que allí se está desarrollando y que durante ese tiempo
se convierte en la nuestra propia. Nos reconocemos en esos personajes, nos
vemos sobre las tablas, no como actores en el sentido de intérpretes de un
papel, sino como actores en el sentido de seres que realizan actos con los que
unas veces aciertan y otras yerran. El escenario-espejo nos devuelve un
reflejo, una imagen de nosotros mismos más o menos próxima a lo literal
dependiendo de nuestro mayor o menor grado de identificación con la situación
que estamos “viendo”, o con algún o algunos de los personajes en concreto.
Ellos
nos miran a nosotros: Esa imagen-reflejo nuestra —puede
encantarnos, horrorizarnos o ni fu ni fa— activa a su vez en nosotros una
respuesta (una réplica, un reflejo), en parte automática y por tanto
involuntaria pero también reflexiva, que se expresa en Los jugadores en forma de “barrunto” del futuro de sus personajes,
lo que equivaldría a decir barrunto de nuestro futuro, el de cada uno de
nosotros que estamos también allí arriba, reflejados.
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