Las
fotografías pueden plasmar la belleza o fealdad de un motivo, e incluso lo
pueden embellecer o afear y viceversa, pero difícilmente llegan a captar la
esencia del mismo, y la sabina milenaria de Chirivel, en Almería, es el caso.
El espacio inerte, casi desértico, lejano y desamparado donde aparece plantada,
como en un oasis, no es un rincón escondido que se recuerde por su belleza. Es
uno de los lugares que se perpetúa en la memoria por las sensaciones, y eso las
fotografías que acompañan a este texto no lo pueden transmitir.
La sabina
quizá tampoco sea bella en sí misma. La belleza, en todo caso, se la otorgan el
contraste con el espacio donde destaca sobremanera y su porte espectacular, con
una copa que arrastrándose casi hasta el suelo la cubre con amplitud, no deja
ver el cuerpo retorcido que la sostiene. Contemplando su copa llena de juventud
y vida no podemos imaginar sus años. La naturaleza parece haber hecho un lifting en la parte que se nos muestra a
la vista. Pero el tronco sí delata su senectud. Parece que el duende del bosque
que debió ser hubiera otorgado a medias a este ejemplar el don de la eterna
juventud.
Si pensamos que
este árbol ha sido al menos coetáneo de alguna de las grandes pestes de la plena
Edad Media, por tomar un ejemplo, uno no puede por menos que sobrecogerse. A
alguien como a mí, cuyo trabajo consiste en contar la Historia , le produce
envidia ese privilegio. No por haber vivido cuando las pestes, sino por haber
sobrevivido a ellas y a otros hechos, y por haber conocido un mundo duro, muy
duro, pero sin duda dinámico, puro y fascinante. Y siempre que pienso esto —me
ha pasado también con yacimientos romanos, castillos, iglesias románicas,
etcétera—, cierro los ojos aunque sea mentalmente y veo pasar toda aquella vida
que solo he visto recreada en películas que, aunque puedan gustarme, siempre me
transmiten la falsedad del cartón piedra.
En estos días,
precisamente, me reencuentro con las teorías de Stephen Hawking sobre las
posibilidades de viajar en el tiempo. Plantea teóricamente factible hacerlo
hacia el futuro pero no alcanza a ver la posibilidad de retornar al pasado.
¡Lástima! El apabullante desarrollo tecnológico casi me había hecho concebir
esperanzas de llegar a tiempo de poder conocer la Historia in situ y de hacer con los alumnos
excursiones mucho más didácticas y divertidas.
Después de la
sabina de Chirivel he visto después otros árboles singulares y casi ninguno me
ha dejado indiferente. No sé si producen en mí admiración o sorpresa por su
grandiosidad; o, tal vez, incertidumbre por la falta de explicación al hecho de
su supervivencia en un mundo tan depredador. En torno a cada uno de estos
árboles existe una leyenda. Recuerdo con cariño la referida a unos milenarios
olivo (sorpresivamente enhiesto) y tejo —ya seco, por cierto—, con que una
amena guía ameniza la visita a la iglesia románica de Nuestra Señora de Lebeña,
en el valle de Liébana. Si los árboles milenarios —o centenarios— tienen
siempre una leyenda unida a su existencia, es porque han sido testigos de
muchas historias, y cuando las historias se desvirtúan les lleva
inevitablemente a convertirse en legendarios. Raro es el lugar que no tiene un
árbol “mágico” o “sagrado” o simplemente singular del que enorgullecerse o al
que llorar —como en mi caso “El Álamo”, que dio sombra a mi niñez y juventud,
como la había dado a muchas generaciones anteriores.
Hay, también,
quien piensa que estos árboles están cargados de energía y que un abrazo
alrededor de su tronco —para desesperación de algunos amigos biólogos que ven
en ello una amenaza para su integridad—, te transmite parte de ella. En unos
magníficos ejemplares de carballones en el parque natural de Redes, en
Asturias, se hacía cola para dar esos abrazos, frente a la desesperación de dichos
amigos.
Me fascinan
los bosques llenos de árboles —donde siempre alguno destaca por su
singularidad—, pero tanto o más me atraen los árboles solitarios que, como la
sabina de Chirivel, han conseguido sobrevivir a la degradación que se
manifiesta a su alrededor. Ya es llamativo su aislamiento en el entorno pero
cobijarse bajo su amplio parasol, aunque sea momentáneamente, es muy especial.
Allí había algo que se sentía.
En torno a
cada uno de esos árboles singulares que he tenido la fortuna de contemplar, he captado
algo latente en el ambiente. Y, no siendo mis sentidos tradicionales los que me
informaban de ello, a menudo me pregunto cuándo se atreverán formalmente los
científicos a ampliar la relación de sentidos con que percibimos las cosas. Yo
no sé si será energía o qué otra esencia o cualidad pueda ser. No sé siquiera
si realmente ese algo existe o si es mi mente la que crea esa sensación. Pero
para el caso es lo mismo. Lo cierto y real es la sensación de bienestar y
fuerza.
Por eso
seguiré buscando árboles singulares en las guías que de ellos existen. Y me
seguirán asaltando preguntas: ¿por qué la mente crea o capta esas sensaciones
en este tipo de lugares y no en otros? Por algo será. ¿La existencia de estos
ejemplares es la causa de ese tipo de energía o, más bien al contrario, es esta
energía la que favorece que estos ejemplares pervivan? Pero que nadie piense
que elucubro con cuestiones espirituales. Presumo de tener los pies muy firmes sobre
la tierra. Y, por cierto, ¿no estaremos hablando simplemente de efluvios de la Madre Tierra , de la
que procedemos? Seguramente James Lovelock, con su teoría sobre Gaia, lo
afirmaría. Pero ni él quizá haya encontrado respuesta a las preguntas que
ya se hacían los griegos sobre el hogar que habitamos. De las sensaciones que
he mencionado, quien haya visitado algún lugar así entenderá de qué estoy
hablando, y quien no, sin duda lo sabrá cuando acuda a ellos.
ÁNGEL S. REDONDO
Nuestro
destino de viaje nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas.
HENRY
MILLER
Muy atrayente esa sabina y también el lugar. Tal vez también influya en esas sensaciones la forma en que cada uno está y se relaciona con los sitios y las cosas. Como en la teoría de Gaia, las condiciones de uno se extienden al entorno. Me ha gustado el artículo.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMuchas gracias. Efectivamente puede haber también algo de lo que dices. Cuando me encuentro en un sitio de estos tengo una predisposición a vivir sensaciones. Además, el sentimiento de querer el contacto con la naturaleza lo noto acentuándose en mí según pasan los años. Curiosamente, oyendo ayer a Soledad Puértolas en la televisión dijo exactamente lo mismo de ella.
EliminarMe ha gustado tu artículo, te felicito por ello.
ResponderEliminarMuchas gracias. Seguiremos mostrando rincones y sensaciones escondidas.
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