Es comúnmente aceptado que un actor
(o actriz), tanto en el cine como en el teatro, trabaja bien cuando en la
representación dejamos de verle a él para ver exclusivamente al personaje. Tiene
su lógica. Y su dificultad. Mucha. No lo digo porque lo haya experimentado,
pero es fácil de deducir. Nunca dejaré de admirar la labor de los profesionales
de la escena (y de tantos amateur que
lo dan todo por nada). Alguien más preparado que este humilde aficionado al
teatro podría hablarnos de los diversos métodos de preparación de actores (el de
Stanislavski tal vez sea del que más hemos oído hablar los legos en la
materia), métodos de estudio para propiciar que el actor entre en el personaje y sea capaz de vivir esa otra vida de tal manera que resulte imposible
distinguirlos.
No cabe duda de que la profesión es
dura, muy dura; además de tener ciertas dotes para ello (quien es negado para
algo lo es de por vida), los actores deben trabajárselo a conciencia. Seguro
que en cuanto hagamos un pequeño esfuerzo, acudirán a nuestra memoria actuaciones
(por llamarlo de alguna manera) de un gran número de actores y actrices que nos
han hecho llorar no por la historia, sino de pena por sus calamitosas
interpretaciones. Nunca de indignación. Jamás. Bastante llevan ellos encima. Porque
si son malos lo son a su pesar, y ellos son las primeras víctimas; no debe de
haber nada más duro para un actor que darse cuenta de sus limitaciones.
Pues bien; en contadas ocasiones ha
sucedido que he visto al mismo tiempo al actor y al personaje. Se dirá: «claro,
cuando trabajan mal, ves en primer término al actor y muy de lejos al remedo de
personaje». Esto es lo que suele ocurrir cuando la cosa falla. Pero no. Lo que
quiero decir es que en ocasiones, muy pocas, puedes ver al personaje, sentir
como él, sentir con él, creértelo a pies juntillas y, al mismo tiempo, en un
momento dado, ver el brillo en los ojos del actor que durante unas fracciones
de segundo te mira. Y hasta te sonríe. El actor, no el personaje.
Los actores pueden ver desde el
escenario más de lo que pensamos que ven. Mirar a una parte del público no deja
de ser un recurso para fijar la mirada en alguna parte. En esos casos, a mí se
me pone la piel de gallina porque no sé si me ven a mí o no ven más que un
bulto en la oscuridad. Puede que haya de todo un poco, pero cuando me miran
parece que me invitasen a entrar en su mundo de ficción que, durante hora y
media, es más real que el que me espera a la salida. Esa es la magia del
teatro. Sientes que esa doble realidad simultánea está ahí, a una estirada de
brazo; que podrías tocar a los personajes, acompañarles en sus alegrías y en
sus penas, en definitiva en sus miserias humanas, como las tuyas. Pero también
eres consciente de que todo lo que está pasando delante de tus ojos es mentira
y no hay sitio para ti, para tu personaje, destinado a actuar fuera de aquellos
muros.
Pero a veces ocurre que estás seguro
de que el actor te mira a ti, de que te convierte en su cómplice, de que tiende
un puente invisible y efímero entre ambos mundos. Luego, continúa con la
representación como si allí no hubiese pasado nada. Esto es lo que me ocurrió
hace unos días con José Luis García Pérez, en su magnífica producción del texto
de Gogol «Diario de un loco». La sonrisa tierna y cínica —atormentada en
ocasiones— del funcionario ruso confundida con la del propio actor. Cuando esto
pasa, siento la tentación de subir al escenario y abrazarlos a ambos, al actor
y al personaje. Hasta el momento no lo he hecho y confío en que nunca lo haré;
no quisiera terminar en los calabozos de una comisaría.
JUAN M. QUEREJETA, habitante del ático.
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