11/12/13

EL PUENTE

 Es comúnmente aceptado que un actor (o actriz), tanto en el cine como en el teatro, trabaja bien cuando en la representación dejamos de verle a él para ver exclusivamente al personaje. Tiene su lógica. Y su dificultad. Mucha. No lo digo porque lo haya experimentado, pero es fácil de deducir. Nunca dejaré de admirar la labor de los profesionales de la escena (y de tantos amateur que lo dan todo por nada). Alguien más preparado que este humilde aficionado al teatro podría hablarnos de los diversos métodos de preparación de actores (el de Stanislavski tal vez sea del que más hemos oído hablar los legos en la materia), métodos de estudio para propiciar que el actor entre en el personaje y sea capaz de vivir esa otra vida de tal manera que resulte imposible distinguirlos.




 No cabe duda de que la profesión es dura, muy dura; además de tener ciertas dotes para ello (quien es negado para algo lo es de por vida), los actores deben trabajárselo a conciencia. Seguro que en cuanto hagamos un pequeño esfuerzo, acudirán a nuestra memoria actuaciones (por llamarlo de alguna manera) de un gran número de actores y actrices que nos han hecho llorar no por la historia, sino de pena por sus calamitosas interpretaciones. Nunca de indignación. Jamás. Bastante llevan ellos encima. Porque si son malos lo son a su pesar, y ellos son las primeras víctimas; no debe de haber nada más duro para un actor que darse cuenta de sus limitaciones.
  Pues bien; en contadas ocasiones ha sucedido que he visto al mismo tiempo al actor y al personaje. Se dirá: «claro, cuando trabajan mal, ves en primer término al actor y muy de lejos al remedo de personaje». Esto es lo que suele ocurrir cuando la cosa falla. Pero no. Lo que quiero decir es que en ocasiones, muy pocas, puedes ver al personaje, sentir como él, sentir con él, creértelo a pies juntillas y, al mismo tiempo, en un momento dado, ver el brillo en los ojos del actor que durante unas fracciones de segundo te mira. Y hasta te sonríe. El actor, no el personaje.
  Los actores pueden ver desde el escenario más de lo que pensamos que ven. Mirar a una parte del público no deja de ser un recurso para fijar la mirada en alguna parte. En esos casos, a mí se me pone la piel de gallina porque no sé si me ven a mí o no ven más que un bulto en la oscuridad. Puede que haya de todo un poco, pero cuando me miran parece que me invitasen a entrar en su mundo de ficción que, durante hora y media, es más real que el que me espera a la salida. Esa es la magia del teatro. Sientes que esa doble realidad simultánea está ahí, a una estirada de brazo; que podrías tocar a los personajes, acompañarles en sus alegrías y en sus penas, en definitiva en sus miserias humanas, como las tuyas. Pero también eres consciente de que todo lo que está pasando delante de tus ojos es mentira y no hay sitio para ti, para tu personaje, destinado a actuar fuera de aquellos muros.

 Pero a veces ocurre que estás seguro de que el actor te mira a ti, de que te convierte en su cómplice, de que tiende un puente invisible y efímero entre ambos mundos. Luego, continúa con la representación como si allí no hubiese pasado nada. Esto es lo que me ocurrió hace unos días con José Luis García Pérez, en su magnífica producción del texto de Gogol «Diario de un loco». La sonrisa tierna y cínica —atormentada en ocasiones— del funcionario ruso confundida con la del propio actor. Cuando esto pasa, siento la tentación de subir al escenario y abrazarlos a ambos, al actor y al personaje. Hasta el momento no lo he hecho y confío en que nunca lo haré; no quisiera terminar en los calabozos de una comisaría.

JUAN M. QUEREJETA, habitante del ático.

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