El taxi llevaba una
tira de espumillón en la antena y un diminuto portal de belén sobre el salpicadero.
En la radio sonaban canciones navideñas. Cuando mi padre dijo que íbamos al
Instituto Anatómico Forense el taxista apagó la radio y nadie abrió la boca en
todo el trayecto. Esa misma mañana había conocido la muerte de tía Raquel
ocurrida el día anterior. La había atropellado un tren en el paso a nivel de La
Florida. Eso me dijeron. En el mismo sitio donde años antes otro tren le había
cortado una pierna. Yo no me explicaba que tía Raquel hubiese podido tener otro
accidente en el mismo lugar, pero según mi padre eso era lo que había pasado.
Cuando bajamos del taxi hacía mucho
frío. Mi madre me apretó la bufanda y se aseguró de que llevaba bien abrochado
el abrigo. Caminamos sobre las hojas secas hasta un edificio gris con algunas
ventanas sin cristales y aspecto de abandonado aunque estaba en pleno centro de
la ciudad. Varios hombres fumaban apoyados en la fachada formando pequeños grupos.
Una vez dentro, recorrimos pasillos largos y oscuros hasta que mi padre se detuvo
junto a una puerta.
—Sala 12 —dijo,
y entramos.
La sala 12 era como un enorme cuarto
de baño. Los azulejos blancos de la pared reflejaban tenuemente la escasa luz
de una bombilla sucia. Probablemente había más cosas en aquella habitación pero
yo sólo vi una mesa de mármol blanco en el centro, y sobre la mesa una caja de
madera con asas doradas. No había mucha gente en la sala. Un pequeño grupo de
mujeres hablaban en susurros y de sus bocas salían nubes de vaho. Me extrañó
que estuviesen allí por tía Raquel. Los tres permanecimos a cierta distancia. En
un par de ocasiones nos miramos sin que ninguno diese un paso. Yo temía que
resultase demasiado evidente mi deseo de correr hacia la caja. Por otra parte,
mi madre apretaba mi mano y no parecía tener intención de soltarme.
Probablemente tampoco de acercarse ella al ataúd. Mi padre parecía fuera de
situación, como si aquello no fuese con él.
En un descuido de mi madre, me solté
de su mano y me dirigí hacia la mesa de mármol. Pensé que me llamaría para
regresar a su lado pero no lo hizo, tal vez por no romper aquel silencio helado.
Pisé con cuidado de no hacer ruido, porque a cada paso que daba por el suelo
blanco y brillante, mis zapatos producían chirridos escandalosos. Y allí, por
primera vez en mi vida, vi de cerca la muerte. Vi a tía Raquel muerta. Envuelta
en ropa blanca de la cabeza a los pies —se notaba la depresión allí donde
faltaba una pierna— sólo pude ver su cara y sus manos, tan blancas como las
ropas que la envolvían. Eso era ya tía Raquel. Sólo eso y unos algodones en la
nariz.
No sentí nada especial, ni pena, ni
miedo, si acaso un asomo de rabia. También tuve la sensación de que estábamos
solos ella y yo. Al contemplar sus labios descoloridos, metí la mano en el
bolsillo de mis pantalones para tocar el pintalabios. El pintalabios color
cereza que había guardado como un tesoro desde aquella vez en que tía Raquel,
en un juego del que entonces no alcancé a comprender su significado, me había
pedido que fuese yo quien le pintase los labios. Todo había empezado con las
típicas preguntas de qué quieres ser, qué piensas estudiar, contestadas normalmente
con un bombero, piloto, abogado o arquitecto. Pero yo había dicho maquillador.
Porque me gustaba el cine, y las estrellas, y tú, con lo guapa que eres, podías
hacer cine. Y tía Raquel, me había dicho que podía empezar a practicar.
Píntame, había dicho, y había puesto el pintalabios en mis manos. Y yo había
pintado sus labios húmedos con mimo, muy despacio, siguiendo cada curva, cada
hondonada en la piel. Al final, me había quedado con el pintalabios que ahora
acariciaba dentro del bolsillo.
—¿No vas a besarla? —me preguntó una
vieja que se había acercado inadvertidamente.
Aproximé
mi mano a las de tía Raquel, despacio, y las toqué con las puntas de mis dedos.
El frío recorrió como un calambre mi brazo hasta llegar al cerebro. La anciana
se alejó y, por unos instantes, sentí la tentación de pintarle los labios a tía
Raquel. Al cuerpo de tía Raquel. Saqué disimuladamente el pintalabios, pero en
el último instante lo guardé de nuevo en el bolsillo y volví junto a mis
padres.
Abandonamos
el edificio como si llegásemos tarde a alguna cita. Fuera, el viento seguía
arrastrando las hojas secas de acá para allá y en la radio del taxi que nos
devolvió a casa sonaban canciones navideñas. Nadie dijo nada y la música
continuó ambientando la blanca navidad.
JUAN M. QUEREJETA, habitante del ático.
* Fragmento
de mi novela La Blanca Doble
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