21/10/13

NARRO, LUEGO PINTO

      El pintor polaco-francés Balthasar Balthus decía que la pintura es un lenguaje que no puede ser sustituido por otro y, sin duda, tenía razón. Cada lenguaje artístico es singular e insustituible. Pero no por ello es inimitable ni exclusivo en sus recursos y efectos. A veces cuando escribo, siento que estoy pintando; muy a menudo cuando leo me parece contemplar, evocar un cuadro o el estilo de un pintor conocido. Las referencias estéticas más inmediatas suelen ser las visuales —y sensitivas en general—, digamos que lo epidérmico; pero hay ocasiones en que la sugestión pictórica rebasa el campo de lo sensual y atañe también al propio soporte argumental y simbólico de lo narrado, a lo subjetivo.
Eso exactamente me sucedió cuando leí Belígero, un relato del escritor Jon Bilbao incluido en su libro Bajo el influjo del cometa (Salto de Página, 2010). Mientras lo leía, acudían a mi mente las pinturas de Henri Rousseau.
¿Pero por qué Rousseau, un pintor naif?
 En mi opinión, nada hay menos naif, menos ingenuo, que algunos de los cuadros que pintó Rousseau; y es precisamente el lado oscuro que se barrunta bajo la aparente ingenuidad lo que conecta Belígero con el mundo pictórico del francés.
Salvando las distancias entre los campos nevados en el relato de Bilbao y las selvas exuberantes de Rousseau, su denominador común es la ferocidad, la amenazante atmósfera que —bajo un velo pintoresco la una, exótico la otra— caracteriza a ambas escenografías naturales. No son paisajes inocentes los que plasman pintor y escritor, sino entornos salvajes y siniestros (calles en pendiente y campos tupidos de nieve, tan resbaladizos, tan azarosos; junglas verdes, frondosas, impenetrables, tan manzana del paraíso) representados en el mismo plano que las figuras humanas que en ellos se desenvuelven y, por tanto, equiparables a las mismas en protagonismo y simbolismo.
La joven protagonista de Belígero, retirada a una casa de campo aislada en pleno invierno, recibe cada noche la visita de un zorro y, dice el texto, solo logra conciliar el sueño gracias a que el zorro velaba por ella. Esta fantasía de hallar en la naturaleza un ser al que el personaje atribuye un poder mágico o místico, en este caso protector (la función apotropaica, tan presente en el mundo del arte), también sincroniza con algunas de las obras de Rousseau, como El sueño, de la que el pintor explica que “la mujer en el sofá sueña que ha sido trasladada a este bosque y escucha el sonido de la encantadora de serpientes".
Las dos mujeres, la del relato y la del cuadro, se han trasladado a un lugar ajeno a su realidad habitual, a un lugar real pero irreal a un tiempo, por verse adulterado, bien por el anhelo, bien por el sueño, respectivamente, y a cuya influencia no pueden sustraerse. Si bien tanto relato como pintura se mantienen en un registro realista, el ilusionismo y la ensoñación les dotan de un tono poético con tinte “solo en principio” candoroso, pues zorro y encantadora de serpientes son presencias que en el mundo de lo irracional puede que protejan, pero en el mundo real acechan y agreden —son tan encantadores como letales, como en un momento del relato se dice del oso polar en su blancura.
Pero los paralelismos entre Rousseau y Bilbao no terminan ahí.
En Belígero, la relación de codependencia que se establece entre la protagonista y el zorro —el animal la visita sólo porque es ella y no otra persona; ella a su vez le deja comida en la puerta por las noches—, así como la naturaleza agreste que los acoge acaban provocando su mutua identificación, el reflejo recíproco de mujer y animal, una avenencia entre sus mundos respectivos que se concreta en una suerte de asimilación, contagio, transferencia de rasgos o de temperamento, de forma muy llamativa del animal a la joven. Es poderosa a este respecto la imagen de ésta última entrando de cabeza por el ventanuco de la casa, o la afirmación de que “la partida del zorro también implicaba la de ella”, pero sobre todo y muy especialmente el siniestro final de la historia.
Ese mismo efecto pero a la inversa —es el animal quien en este caso se impregna del talante humano—, había conseguido años antes Rousseau por medios pictóricos. El tratamiento, tanto de fondos como de figuras humanas, con idéntico relieve y prestancia, situándolos en un mismo plano al prescindir de cualquier tipo de perspectiva, da lugar a lo que el artista llamó retrato-paisaje, donde todo posee idéntica preeminencia, donde la relación de los elementos es de este modo entre iguales, por lo que se reflejan unos a otros y se asimilan entre sí. Es el subtítulo de una de las obras más relevantes del pintor, La gitana dormida, el que subraya de forma explícita la naturaleza de la asimilación o transferencia de humano a animal, como decíamos, sugerida en esta pintura: “La fiera, aunque salvaje, duda si lanzarse sobre su víctima, profundamente dormida de cansancio", siendo incluso el rostro de mujer y fiera apenas distinguibles uno de otro.
Lo racional y lo irracional se imbrican así en las obras de Rousseau y Bilbao, generando un nuevo orden de cosas que conserva el aliento de lo cotidiano pero ya no es lo cotidiano. No sabemos de dónde procede ninguna de esas mujeres ni qué les ha llevado al lugar donde se hallan, pero sí que en ese momento concreto son y viven como reflejo de las criaturas seudomágicas con las que comparten lienzo o relato, y en un entorno que siendo humano no lo parece del todo. Ambos, pintor y escritor, evidencian que tanto se puede pintar con letras como escribir con pinceladas, al lograr que recursos procedentes de lenguajes distintos se traduzcan en efectos y sensaciones verdaderamente próximas entre sí.

MAR REDONDO, habitante del ático

“Jamás leo los libros que debo criticar, para no sufrir su influencia.”
Oscar Wilde


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