“Es Kennedy un médico rural que vive en Colebrook, en la costa de Eastbay.
Tras los rojos techos de la reducida ciudad levántase tan abrupta la alta
tierra, que la linda calle Mayor parece empujada…” Unas pocas
líneas después nos damos cuenta de que la historia de Amy Foster nos la va a narrar
uno de los personajes del relato. Sin embargo, Kennedy es el que cuenta a su
amigo el narrador lo que sucedió entre un náufrago y Amy Foster: una chica que
aparece como la pasividad misma; ojos parados y salientes y lentos en el mirar,
un rostro opaco y sin expresión, cabellos mezquinos y como polvorientos; una muchacha
de relativa juventud que, a pesar de todo, "tuvo
suficiente imaginación como para enamorarse".
Amy Foster es una novela muy corta del escritor de origen
polaco Joseph Conrad. En ella, Kennedy es un médico conocido entre las
comunidades científicas que “… ahora
contentábase con servir a una clientela rural… por propia elección”. Este
hecho no se aclara del todo, aunque el narrador cree que la agudeza mental de
su amigo explica su falta de ambición. El
relato empieza cuando éste pregunta a Kennedy si esa chica algo parada era una
de sus clientes. “Su marido lo era”. “Hubiera
usted podido ver entre esos hombres tan pesados un ser humano, flexible, ágil, recto
como un pino, con algo en su aspecto que pugnaba por elevarse, como si, en su
pecho, el corazón flotara”.
“Me parece que de cuantos aventureros naufragaron en todos los sitios de la
tierra no civilizados, no hay uno que haya sufrido los rigores de un hado tan
sencillamente trágico como el hombre del que estoy hablando…” Más que
las calamidades y la falta de comprensión (puede que éste sea el verdadero tema
de la obra) padecidas por el náufrago, me ha sorprendido encontrarme con frases
que distan muy poco de las que se pueden oír hoy cuando hablan por la tele de,
por ejemplo, los que esperan su oportunidad para dar el salto a España: “Los padres de los mozos montañeses se
quedaban mirando desde la puerta; pero sus hijos se agrupaban en torno a la
mesa haciendo infinidad de preguntas, porque en América había trabajo para todo
el año, ganando tres dólares diarios…” O quizá: “¿Pues cómo, entonces, me preguntó, podría él volver a su casa con las
manos vacías, después del sacrificio de…”.
Ya desde la
primera frase de Amy Foster llama la
atención cómo usa Conrad una lengua que le es ajena (“su inglés se convierte en una lengua extraña, densa y transparente a
la vez, impostada y fantasmal…”, afirma Javier Marías). No sé hasta qué
punto, pero es probable que este relato tenga mucho de autobiográfico: la vida
de Conrad estuvo plagada de zonas oscuras y de aventuras; pero, en relación con
el lenguaje, es sencillo encontrar en Amy
Foster fragmentos que seguramente aludan a su propia experiencia lingüística:
“en aquel curioso inglés chapurreado que
hablaba”, o “con aquella entonación
de blando canturreo, y, al propio tiempo, de vibrante expresión, que infundía
rara y penetrante fuerza al sonido de las más vulgares palabras inglesas…”
Sí, todo
resuena con fuerza cuando se lee a Conrad, pero lo cierto es que a lo que llevo
un par de días dándole vueltas es a la relación entre la imaginación y el amor
apasionado, entre un buen corazón y la imaginación: Y, según Kennedy, Amy Foster la tenía “hasta más de lo que hace falta tener para la comprensión de lo que es
el sufrimiento”.
PETER REDWHITE
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