25/6/14

SUFICIENTE IMAGINACIÓN COMO PARA ENAMORARSE, por Peter Redwhite


Es Kennedy un médico rural que vive en Colebrook, en la costa de Eastbay. Tras los rojos techos de la reducida ciudad levántase tan abrupta la alta tierra, que la linda calle Mayor parece empujada…”  Unas pocas líneas después nos damos cuenta de que la historia de Amy Foster nos la va a narrar uno de los personajes del relato. Sin embargo, Kennedy es el que cuenta a su amigo el narrador lo que sucedió entre un náufrago y Amy Foster: una chica que aparece como la pasividad misma; ojos parados y salientes y lentos en el mirar, un rostro opaco y sin expresión, cabellos mezquinos y como polvorientos; una muchacha de relativa juventud que, a pesar de todo, "tuvo suficiente imaginación como para enamorarse".
Amy Foster es una novela muy corta del escritor de origen polaco Joseph Conrad. En ella, Kennedy es un médico conocido entre las comunidades científicas que “… ahora contentábase con servir a una clientela rural… por propia elección”. Este hecho no se aclara del todo, aunque el narrador cree que la agudeza mental de su amigo explica su falta de ambición. El relato empieza cuando éste pregunta a Kennedy si esa chica algo parada era una de sus clientes. “Su marido lo era”“Hubiera usted podido ver entre esos hombres tan pesados un ser humano, flexible, ágil, recto como un pino, con algo en su aspecto que pugnaba por elevarse, como si, en su pecho, el corazón flotara”.

“Me parece que de cuantos aventureros naufragaron en todos los sitios de la tierra no civilizados, no hay uno que haya sufrido los rigores de un hado tan sencillamente trágico como el hombre del que estoy hablando…” Más que las calamidades y la falta de comprensión (puede que éste sea el verdadero tema de la obra) padecidas por el náufrago, me ha sorprendido encontrarme con frases que distan muy poco de las que se pueden oír hoy cuando hablan por la tele de, por ejemplo, los que esperan su oportunidad para dar el salto a España: “Los padres de los mozos montañeses se quedaban mirando desde la puerta; pero sus hijos se agrupaban en torno a la mesa haciendo infinidad de preguntas, porque en América había trabajo para todo el año, ganando tres dólares diarios…” O quizá: “¿Pues cómo, entonces, me preguntó, podría él volver a su casa con las manos vacías, después del sacrificio de…”.
Ya desde la primera frase de Amy Foster llama la atención cómo usa Conrad una lengua que le es ajena (“su inglés se convierte en una lengua extraña, densa y transparente a la vez, impostada y fantasmal…”, afirma Javier Marías). No sé hasta qué punto, pero es probable que este relato tenga mucho de autobiográfico: la vida de Conrad estuvo plagada de zonas oscuras y de aventuras; pero, en relación con el lenguaje, es sencillo encontrar en Amy Foster fragmentos que seguramente aludan a su propia experiencia lingüística: “en aquel curioso inglés chapurreado que hablaba”, o “con aquella entonación de blando canturreo, y, al propio tiempo, de vibrante expresión, que infundía rara y penetrante fuerza al sonido de las más vulgares palabras inglesas…”
Sí, todo resuena con fuerza cuando se lee a Conrad, pero lo cierto es que a lo que llevo un par de días dándole vueltas es a la relación entre la imaginación y el amor apasionado, entre un buen corazón y la imaginación: Y, según Kennedy, Amy Foster la tenía “hasta más de lo que hace falta tener para la comprensión de lo que es el sufrimiento”.
PETER REDWHITE

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