Lo que aburre oír hablar todo el día
de los avatares políticos, económicos e institucionales del país. Lo que cansa
abrir real o virtualmente el periódico, conectar la radio o quedar con un amigo
y que la conversación se pasee una y otra vez por esos mismos derroteros. Lo
que harta que hasta el correo electrónico o la página de inicio de Facebook se
te colapsen con mensajes y entradas sobre corrupción, tartas divididas en
porciones de votos, troikas, manifestaciones, declaraciones y fuegos cruzados
entre políticos y aspirantes a políticos, etcétera.
Lo que satura todo eso, oye, qué
cansino. Pero lo que a mí al menos de verdad, de verdad me ahíta y me indigna —hasta
la saciedad— es justitamente todo lo contrario.
Me indigna la gente que se ufana de
que nada de todo eso va con ellos, que no les interesa una castaña, qué para
qué tanto hablar de lo mismo y tanta manifestación. Me imagino que, también con
la misma tranquilidad y seguridad, creerán que nada de todo eso les afecta. Qué
suerte tienen —de creer que no les afecta, digo—. De verdad, me alegro de que
puedan tomarlo con tal placidez. Es lo que tiene la tibieza, que miras para
otro lado y te echas a dormir. O bueno, no del todo, porque claro, las personas
que se ufanan de que nada de todo eso va con ellos algún problema sí que
tienen, lo que pasa que son problemas más… singulares…, por supuesto nada que
ver con asuntos de interés general, común, qué vulgaridad, por dios.
Foto tomada de The Primo Blog |
Y es cierto, hay a quien solo le preocupa por
ejemplo lo más estrictamente personal. Te llenan el Facebook de asuntos y
eventos propios, o te llaman por teléfono porque “¡cuánto tiempo que no nos
vemos!” y luego durante una tarde entera te cuelan sus problemas de convivencia
en el piso compartido, o sus desengaños amorosos con los ligues del chat, o que
por enésima vez los que se habían comprometido les han dejado tirados con el
montaje de su Brecht o la publicación de su novela. Les escucharás, harás hasta
cierto punto tuya su preocupación y, si se te ocurre alguno, intentarás darles
algún consejo que pueda aliviar su carga; ellos, casi con seguridad, en toda la
tarde no te preguntarán ni una sola vez “¿a ti qué tal te va?”, y una vez
desahogados de sus asuntos personales no volverán a llamarte en meses o incluso
años.
Bien, pero no es menos cierto que un
buen día suena tu teléfono y al otro lado de la línea hay un alguien que tras
el “a ver cuándo nos vemos” no te habla de política ni de economía ni de
coronas ni —¡pásmate!— tampoco de convivencia, eventos, ligues u obras
artísticas frustrados, pero sí en cambio te coloca que si el trabajo no me va bien,
que el negocio está por los suelos, que hay que tirar los precios para
sobrevivir, que si los sindicatos esto y aquello, que si mi trabajo tiene un
precio y no me voy a rebajar, que este país es un asco y que no vale de nada
manifestarse, que es mejor aprovechar la tarde para rascarse la barriga en el
sofá o, pongamos como ejemplo, montar a caballo o practicar snowboarding.
Obviamente —se ve a la legua, ¿no?—,
en uno y otro caso esas conversaciones no han versado sobre ninguno de esos
temas aburridos de interés general, común. No, hombre, no, que era algo muy singular
e interesante, excepcional, el asunto tratado, ya que le atañía y afectaba solo
y únicamente al afortunado y singular interlocutor a quien todo eso tan común de
la política, la economía y las instituciones —como se ha visto sobre todo en el
segundo caso— le importa la micronésima parte de una nonada.
Y es que no hay nada como la singularidad,
una cualidad tan envidiable, excepcional y onerosa de conseguir, por más que
tantos hoy queramos ir de singulares por la vida. Ayer no pude evitar pensar
sobre ello mientras paseaba por la sala de La Casa Encendida donde se exponía
Variaciones sobre el jardín japonés.
La muestra de La Casa Encendida , aunando principios o conceptos aparentemente excluyentes (dinamismo
occidental/estatismo asiático, intimidad/naturaleza, belleza/violencia,
lenguaje/contemplación, primitivismo/modernidad, etc.), lleva a la
consideración del jardín japonés como obra de arte única, singular, pues en él
coexisten el jardín en sí y su observador: el jardín-espejo y su cualidad
espacio-temporal, como lugar de contemplación y autoconocimiento. Cada piedra,
cada tabla, cada línea dibujada en la arena constituyen el marco, el contexto que
pauta y dentro del cual se produce el crecimiento de los elementos vegetales y de su observador, resultando de ello una obra artística única e indisoluble.
Y en relación con esto me preguntaba:
¿Puede
uno vivir dentro de un contexto espacio-temporal sin contemplarse en él y
emulsionar con él?
¿Se puede existir sin referencias, sin un marco espacio-temporal en el que "verse" y desarrollarse?
¿Es posible, cerrando los ojos, dando la espalda o blindándose
contra todo lo que representa ese marco germinar, crecer, evolucionar y llegar
a sentirse único, singular?
Yo creo que no.
Según el Sintoísmo, segunda religión
en Japón después del Budismo, y como puede leerse en la exposición Variaciones…, bastan una soga y unos
postes de madera —lo mínimo— para
convertir un lugar en un santuario natural, en un templo. Pues eso es: nos guste o no, al
menos necesitamos de un marco mínimo, unos postes de madera y una soga, en cuya atmósfera interior pueda producirse y de
la cual depende el sentido y el valor de nuestra evolución; y no podemos ni
debemos ignorarlo y/o desdeñarlo, porque nos guste o no somos parte indisoluble de él; nos guste o no, ese marco o contexto espacio-temporal sí va con nosotros, por mucho que queramos mirar para otro lado.
MAR REDONDO
No hay comentarios :
Publicar un comentario