30/4/14

SETENIL DE LAS BODEGAS (Cádiz), por Angel Sánchez


Setenil de las Bodegas no es de los pueblos más conocidos de la Ruta de los Pueblos Blancos, en Cádiz. Pero quizás sí uno de los más sorprendentes. Por eso lo traigo aquí a este rincón escondido. Quizá no sea de los más monumentales, pero sí uno de los más espectaculares. Es un lugar donde lo que ha moldeado la naturaleza y lo que ha construido el hombre armonizan otorgando al paseante la sensación de estar en un espacio realmente singular.
Dejamos el coche en la parte superior de la localidad para desde allí poder empezar a ver, hacia el norte, unos cortados que el río Guadalporcún ha labrado en la roca. Volviendo la vista hacia el entramado urbanístico lo vemos disponerse al capricho de este río. ¡Qué poder tienen los ríos para mandar en los pueblos o ciudades que atraviesan! ¡Cuánta personalidad les da! ¡Cuántas poblaciones se lamentan de vivir o haber vivido de “espaldas al río”, o cuántas, por el contrario se enorgullecen de él! Y cuando me refiero a su importancia no estoy hablando de desbordamientos, en lo negativo, sino a la influencia en la zonificación del poblamiento, a la organización de la vida en torno a él. Sin entrar a comentar todas las utilidades posibles del agua que hacen de estos cursos lugares elegidos, han actuado siempre como tirano diferenciador de la población, y casi siempre como instrumento de separación, solo paliado en parte por los puentes que se ciñen a su cintura.  
Los edificios, enjalbegados hasta dañar la vista, se desparraman laderas abajo invitándote a deslizarte por sus calles en las que intuyes sorpresas. Y, en lo alto, en lugar preeminente, el castillo, que en cualquier otro lugar sería la reina de la fiesta pero que aquí es un complemento que simplemente acompaña al conjunto.
La reina de verdad está al final, cuando terminemos de bajar calles y hayamos cruzado puentezuelos, y elucubrado sobre las especies vegetales que jalonan el río o a qué planta corresponden las flores que alumbran los pequeños jardines que anteceden a algunas casas. Habrá algo en lo que todos estemos de acuerdo: en que la fragancia natural que nos llega será siempre más fresca, intensa y con más matices que cualquiera de aquellas con que las grandes cadenas de cosmética pretenden hacernos ver que compiten con la Naturaleza. Algunos pájaros que parecen sentirse todavía en plena naturaleza, ajenos a la intromisión del hombre en su reino, se cruzan delante de nosotros, o se esconden ruborosos entre los matojos sin que podamos ver los ejecutores de tan maravilloso canto.

      Apenas existen calles en las que no se note una intensa actividad, con todos los avíos de enjalbegar para dar la bienvenida a la Semana Santa y a sus visitantes, y a la primavera, que en cierto modo vienen a confundirse. Escaleras de mano invitando a ser esquivadas, cubos que dejan en el suelo el cerco de su contenido, y sin dejar de trabajar, miradas de soslayo hacia estos visitantes que se han adelantado, avergonzados de no tener la fachada aún inmaculada, son elementos que parecen también del paisaje urbano, de este pueblo y otros muchos de Andalucía en esta época del año.
Según hacemos el recorrido vamos buscando la vista más atractiva, vamos bajando las distintas terrazas, guiándonos por la intuición o por algún elemento del paisaje urbano que nos llama. Damos bandazos en un recorrido anárquico y envolvente. No vemos un papel, ningún elemento que chirríe, todo nos parece armónico y apropiado al lugar. No hay ningún edificio deslumbrante pero tampoco ninguno que sobre. No hay grandes avenidas, ni siquiera grandes calles. Todo es abarcable y sencillo. No parece haber orden pero todo está ordenado. Y, desde luego, todo es blanco.
Así llegamos a la parte baja, en la umbría, y nos encontramos con un techo natural de piedra que envidiarían muchas calles comerciales para sus crudas horas estivales. La roca parece suspendida sobre los techos de las casas como permanente amenaza. Las viviendas son semitroglodíticas, no excavadas en la roca, sino dispuestas longitudinalmente a lo largo de ella. La composición es sorprendente e inmediatamente echamos mano a la máquina de fotos cual cowboy del oeste tratando de sorprender al forajido. Después de volver a hacer la foto tantas veces como sean necesarias para luchar contra el difícil claroscuro, continuamos el recorrido que nos llevará a la reina de la que os he hablado, a la Calle del Sol. Aquí la roca está también sobre las viviendas —en realidad, las viviendas bajo la roca—, actuando como visera curva que protegiéndonos del sol nos ofrece como espectáculo la vista de gran parte del recorrido hecho. Pocos lugares ha habido en los que me haya sentado con parecido placer y haya disfrutado tanto del momento cerveza y tapita —de muy digno acompañamiento— como en esta pequeña joya de la naturaleza en la que el hombre ha sabido engarzar perfectamente su obra. ¿Necesitamos algo más? Aunque no lo creo, si fuera así, muy cerquita tenemos las ruinas romanas de Acinipo, con un bonito teatro, y la espléndida Ronda.
A modo de postdata, deciros que de todos los lugares de Andalucía que tuve la fortuna de poder enseñar a mi madre (y entre ellos hay varios que son patrimonio de la humanidad) este pueblo es el que más le gustó. Por algo será.
ÁNGEL SÁNCHEZ

4 comentarios :

  1. Bonito artículo Angel. Bonito pueblo. Envidia sana.

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  2. Muchas gracias. Esta envidia es fácil de subsanar. Ahí está el pueblo invitando a ser visitado.

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  3. Ángel, después de leer tu bonito artículo me está entrando ganas de volver a Setenil, y más ahora, que con tanto calor, debe ser una gozada tomarse una cervecita debajo de ese techo natural de piedra. No dudo de que el aire acondicionado sea un excelente remedio contra el calor, pero tiene poco encanto, ni por asomo del que tienen las rocas de este singular pueblo.

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  4. Yo nunca me canso de ir por allí. Se trata de buscar el momento. Y desde luego también prefiero el aire que corre de forma natural, sin acondicionar.

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