Setenil de
las Bodegas no es de los pueblos más conocidos de la Ruta de los Pueblos Blancos,
en Cádiz. Pero quizás sí uno de los más sorprendentes. Por eso lo traigo aquí a
este rincón escondido. Quizá no sea de los más monumentales, pero sí uno de los
más espectaculares. Es un lugar donde lo que ha moldeado la naturaleza y lo que
ha construido el hombre armonizan otorgando al paseante la sensación de estar
en un espacio realmente singular.
Dejamos el
coche en la parte superior de la localidad para desde allí poder empezar a ver,
hacia el norte, unos cortados que el río Guadalporcún ha labrado en la roca.
Volviendo la vista hacia el entramado urbanístico lo vemos disponerse al
capricho de este río. ¡Qué poder tienen los ríos para mandar en los pueblos o
ciudades que atraviesan! ¡Cuánta personalidad les da! ¡Cuántas poblaciones se
lamentan de vivir o haber vivido de “espaldas al río”, o cuántas, por el
contrario se enorgullecen de él! Y cuando me refiero a su importancia no estoy
hablando de desbordamientos, en lo negativo, sino a la influencia en la
zonificación del poblamiento, a la organización de la vida en torno a él. Sin
entrar a comentar todas las utilidades posibles del agua que hacen de estos
cursos lugares elegidos, han actuado siempre como tirano diferenciador de la
población, y casi siempre como instrumento de separación, solo paliado en parte
por los puentes que se ciñen a su cintura.
Los
edificios, enjalbegados hasta dañar la vista, se desparraman laderas abajo
invitándote a deslizarte por sus calles en las que intuyes sorpresas. Y, en lo
alto, en lugar preeminente, el castillo, que en cualquier otro lugar sería la
reina de la fiesta pero que aquí es un complemento que simplemente acompaña al
conjunto.
La reina de
verdad está al final, cuando terminemos de bajar calles y hayamos cruzado
puentezuelos, y elucubrado sobre las especies vegetales que jalonan el río o a
qué planta corresponden las flores que alumbran los pequeños jardines que
anteceden a algunas casas. Habrá algo en lo que todos estemos de acuerdo: en
que la fragancia natural que nos llega será siempre más fresca, intensa y con
más matices que cualquiera de aquellas con que las grandes cadenas de cosmética
pretenden hacernos ver que compiten con la Naturaleza. Algunos
pájaros que parecen sentirse todavía en plena naturaleza, ajenos a la
intromisión del hombre en su reino, se cruzan delante de nosotros, o se
esconden ruborosos entre los matojos sin que podamos ver los ejecutores de tan
maravilloso canto.
Según hacemos
el recorrido vamos buscando la vista más atractiva, vamos bajando las distintas
terrazas, guiándonos por la intuición o por algún elemento del paisaje urbano
que nos llama. Damos bandazos en un recorrido anárquico y envolvente. No vemos
un papel, ningún elemento que chirríe, todo nos parece armónico y apropiado al
lugar. No hay ningún edificio deslumbrante pero tampoco ninguno que sobre. No
hay grandes avenidas, ni siquiera grandes calles. Todo es abarcable y sencillo.
No parece haber orden pero todo está ordenado. Y, desde luego, todo es blanco.
Así llegamos
a la parte baja, en la umbría, y nos encontramos con un techo natural de piedra
que envidiarían muchas calles comerciales para sus crudas horas estivales. La
roca parece suspendida sobre los techos de las casas como permanente amenaza. Las
viviendas son semitroglodíticas, no excavadas en la roca, sino dispuestas
longitudinalmente a lo largo de ella. La composición es sorprendente e
inmediatamente echamos mano a la máquina de fotos cual cowboy del oeste tratando de sorprender al forajido. Después de
volver a hacer la foto tantas veces como sean necesarias para luchar contra el
difícil claroscuro, continuamos el recorrido que nos llevará a la reina de la
que os he hablado, a la Calle
del Sol. Aquí la roca está también sobre las viviendas —en realidad, las
viviendas bajo la roca—, actuando como visera curva que protegiéndonos del sol
nos ofrece como espectáculo la vista de gran parte del recorrido hecho. Pocos
lugares ha habido en los que me haya sentado con parecido placer y haya
disfrutado tanto del momento cerveza y tapita —de muy digno acompañamiento— como
en esta pequeña joya de la naturaleza en la que el hombre ha sabido engarzar
perfectamente su obra. ¿Necesitamos algo más? Aunque no lo creo, si fuera así,
muy cerquita tenemos las ruinas romanas de Acinipo, con un bonito teatro, y la espléndida
Ronda.
A modo de postdata,
deciros que de todos los lugares de Andalucía que tuve la fortuna de poder
enseñar a mi madre (y entre ellos hay varios que son patrimonio de la
humanidad) este pueblo es el que más le gustó. Por algo será.
ÁNGEL SÁNCHEZ
Bonito artículo Angel. Bonito pueblo. Envidia sana.
ResponderEliminarMuchas gracias. Esta envidia es fácil de subsanar. Ahí está el pueblo invitando a ser visitado.
ResponderEliminarÁngel, después de leer tu bonito artículo me está entrando ganas de volver a Setenil, y más ahora, que con tanto calor, debe ser una gozada tomarse una cervecita debajo de ese techo natural de piedra. No dudo de que el aire acondicionado sea un excelente remedio contra el calor, pero tiene poco encanto, ni por asomo del que tienen las rocas de este singular pueblo.
ResponderEliminarYo nunca me canso de ir por allí. Se trata de buscar el momento. Y desde luego también prefiero el aire que corre de forma natural, sin acondicionar.
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