“Pobre Gaspard”. Ha pasado una semana desde que la vi, pero a
menudo me acuerdo del final de La
evasión (Jacques Becker,
1960), de cuando uno de los presos que acaba de ser delatado por Gaspard
pronuncia esa frase. Todo esto sucede cuando llevábamos ya bastante rato
encerrados en la prisión de La Santé ,
imposible no sentirse uno más en la celda: lo último que nos importaba era de
dónde venía, qué había hecho aquella gente para estar allí.
La escena en la que los presos se van turnando para golpear el suelo
hasta hacer un agujero con una especie de martillo dura más de cuatro minutos.
Echando la vista atrás, aparecen muchos de estos momentos contados de manera en
extremo minuciosa: cuando liman un barrote en la primera visita a los
subterráneos de la cárcel, la ganzúa que les permite circular por allí, el
túnel que tienen que escarbar en la parte del pozo en la que el cemento no es
tan duro. Da la sensación de que esta historia tantas veces narrada, aunque con
personajes bien trazados, no tendría sentido contada de ninguna otra forma.
Los demás presos de la celda aceptan a Gaspard. El ruido de los
martillazos vale como banda sonora, sólo salimos de la cárcel unos instantes: apenas
da tiempo a levantar la tapa de una alcantarilla, a sentir la libertad. Es el
uso del lenguaje puramente audiovisual el que consigue arrojarnos a la celda
para compartir cautiverio con personas que no conocemos y que, en un sentido,
nos parecen maravillosas. Tampoco hace falta que nadie nos explique que, a
pesar de todo, Gaspard nunca será uno de ellos.
De la película me quedo con la secuencia en que dos de los presos bajan
por primera vez a los subterráneos. Durante esa media hora de reloj parece que
el tiempo se contrae y se expande de la manera en que a veces lo hace en nuestra
mente. Becker decide no mostrarnos qué pasa mientras tanto en la celda, así que
no nos queda más remedio que dejarnos guiar por Roland, experto en fugas; una
eternidad para los que aguardan en la celda, varias horas en el tiempo del
discurso de la película que pasan rápidas para los dos personajes que recorren
pasillos interminables buscando una manera de volver a ver la calle.
El tiempo se trata de manera distinta desde que los presos construyen un
reloj de arena (una cruz es suficiente para simbolizar el paso de una hora),
pero todo esto no es un mero ejercicio formal. Becker ensalza el trabajo
manual; habla de la amistad, de la camaradería, de la lealtad, de la nobleza y
de muchas otras cosas sin recurrir en exceso al diálogo. Bueno, recuerdo cuando
Gaspard confiesa a uno de sus compañeros, poco antes de que se presentase la
ocasión de delatarlos, que nunca había sentido nada parecido ni mejor en toda
su vida. Seguro que no mentía. Pobre Gaspard.
PETER REDWHITE
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