No recuerdo nada de los años ochenta. Bueno, la casa en la que vivíamos
antes aparece, pero borrosa. Yo era demasiado pequeño, estoy casi seguro de
que el boceto del salón que aún guardo en mi memoria lo esbocé a partir
de lo que contaban mis padres y mi hermano.
Las imágenes del 92 empiezan a ser más nítidas. Están ahí los pabellones
de la EXPO de
Sevilla. Algo más tarde, a los seis años, me gustaba llevar una corbata con un
velociraptor de los de Parque Jurásico bordado (de esas que se enganchan al
cuello de la camisa con unos ganchitos) y tenía muy claro que mi equipo era el
Sevilla Fútbol Club. Mi ídolo era el delantero croata Davor Suker; estaba
convencido de que algún día sería tan bueno bajo la portería como Unzué y de
que el mejor entrenador del mundo era el nuestro.
Ha muerto Luis Aragonés. Era el entrenador del Sevilla cuando me
aficioné al fútbol. Llevaba años sin acordarme de la corbata de los
dinosaurios. Nunca llegué a parar tanto como Unzué y Suker se acabó yendo al
Madrid. A lo mejor también me equivocaba en lo de considerarlo como el mejor
entrenador del mundo, pero, esta tarde -seis años después de la Eurocopa 2008, de la
soberbia semifinal ante los rusos-, parece que a nadie le cuesta reconocer la
influencia de Aragonés en los éxitos posteriores de la selección española.
Llegará un momento en que se me mezclen los partidos y los jugadores, algunos recuerdos se empezarán a desvanecer hasta quedar como la imagen que ahora tengo de una casa en la que apenas viví unos meses. Entonces, quizá nadie se acuerde de que Luis Aragonés hablaba de sí mismo en tercera persona, de que guardaba cierto parecido con Lee Marvin, de que era supersticioso y de que para él la amistad (nunca quiso tener demasiados amigos) era una cosa muy seria.
Espero no olvidarme nunca del todo del Sabio de Hortaleza (aunque Luis
prefería el mote de Zapatones): siempre la misma persona, en cualquier momento
y en cualquier lugar.
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