A
menudo me siento como un mastín defendiendo su territorio. No es que alguien
intente entrar en mi casa o en mis terrenos, pero con frecuencia veo invadida
mi intimidad y he de reconocer que me altera. No quiero ni pensar qué pueden
sentir los famosos, constantemente vigilados y perseguidos. Por ello, cada vez
entiendo menos a la gente que quiere serlo.
Supongo que os empezaréis a preguntar qué es
lo que altera mi espíritu, de naturaleza tranquila según dicen la mayor parte
de los que me rodean. Tardaré unas pocas líneas más en contar lo a ver si
alguno va vislumbrando a qué me refiero, porque seguro que lo sufrís como yo. Apuesto
a que también te roban algo de tu siesta, te interrumpen justo cuando el león está
a punto de alcanzar a su presa, cuando el aceite está en su punto para freír o,
simplemente, cuando estás relajado y tranquilo. Son una plaga que se te mete en
casa y no es fácil de combatir.
Lo digo ya: son los/las telefonistas que te ofrecen
la mejor oferta de telefonía no comparable con ninguna de la competencia, o el
seguro más adecuado para tu hogar o para ti. ¡Ja! De todas las que llaman
alguna ha de ser peor, o lleva engañifa incorporada. Miras el número que
aparece y te dices: no descuelgo. Peor, porque seguirán insistiendo y te
interrumpirán todos esos momentos sublimes que acabo de relatar. Deberían
entrar como un artículo más en la ley de Murphy: estás haciendo algo que te
urge, apetece o interesa, pues recibirás una llamada inoportuna.
A cualquiera
que se lo cuentas te da un remedio casero, y yo he probado alguno pero
inútilmente. No sirve que digas que eres el criado de la casa, que eso lo lleva
tu mujer o, en plan Woody Allen, que mañana te vas a suicidar… El que te llama
es una persona pero quien te tiene fichado es un ordenador y, cuando el azar o
el turno lo indique, allí estarán atacándote de nuevo, inmisericordes con la
angustia existencial que te produce. Y no intentéis convencer a la persona que
os llama de que os quite de sus archivos. Están programados para hacer caso
omiso a esa petición o para no poder ejecutarla. Y aun cuando contestas con voz
destemplada se atreven a preguntarte por qué no te interesa su producto. Como
ya ves que no hay manera y decides colgar, sigues oyendo al otro lado del teléfono
mientras lo retiras de tu oído: ¿por qué…por qué… por qué?
Además de molestarme, me incomoda enfrentarme
a quien está al otro lado del aparato, que al fin y al cabo está buscándose las
habichuelas en un momento, además, en que están caras de conseguir. A veces me
siento grosero y maleducado con ellos, y eso también me hace sentir mal. Aunque
me consuelo enseguida pensando que los maleducados son ellos —sus empresas— que
se meten en casa ajena sin que nadie les haya invitado y aun instándoles a
marcharse no lo hacen.
Algunas compañías
ahora tienen la “deferencia” de
mandarte un mensaje de móvil diciéndote que próximamente te llamarán. En el
mensaje te envían una web donde puedes darte de baja si no quieres que te
molesten. Ni lo intentéis. Está preparado para que solo hackers del Pentágono puedan dar con la fórmula. Cabreo añadido: no
solo me molestan sino que me hacen perder el tiempo. Me pregunto por qué me
tengo que estar dando de baja en algo en lo que no me he dado de alta, y me
hace sentir un nuevo personaje kakfiano. En esos momentos me río a carcajadas
de la Ley de
Protección de Datos y me siento desamparado.
Y no hablemos de los que con un “hola, buenos días, ¿cómo se encuentra?”,
traje y vestido de los antiguos domingos, maletín y sonrisa impostada, llevan
el proselitismo puerta a puerta; de los repartidores de propaganda (perdón,
correo comercial) que, cual pianistas, teclean todos los números del portero esperando
una rápida contestación; de los que no se aprenden que el piso de su amiga
María Luisa es el de al lado, y que tú estás hasta el apéndice nasal
pluralizado de que no sea capaz de aprendérselo y que le resulte más fácil un
tímido “perdone, me he equivocado” (vuelto
a equivocar, rectifico yo para mí). Me dan ganas de no abrir ni siquiera al
cartero tradicional, al de Correos. Total, solo va a traer facturas, que en el
mejor de los casos ni siquiera serán para mí. ¿Realmente son tan pesados? ¿Es
que me estoy haciendo mayor, o soy cada vez más celoso de mi intimidad? ¿Qué
opináis?
ÁNGEL SÁNCHEZ
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