No llegamos
a Sorbas, en Almería, con la idea fundamental de visitar el pueblo, pero su
pintoresco enclave y sus tranquilas calles bien merecen una parada. A la
llegada pensamos si no nos habremos equivocado de carretera y nos encontramos
en la ciudad de Cuenca. Como en ella, las casas juegan al equilibrio en los
bordes de un cortado, en cuyo fondo el río Aguas es una reliquia en el cañón
que testimonia una era de mayores caudales.
En el ambiente del pueblo pulula el importante pasado alfarero. No lo decimos
solo por los pilones y balsas del barrio de Las Alfareras o por los dos hornos morunos en los que aún se trabaja la tierra
blanca de la Cañada
Siscar y la rubial o roja de La Mojonera , sino por
otros más abstractos de los que un pueblo no puede, y en la mayoría de los
casos, tampoco quiere desprenderse. Todo lugar de historia brillante afronta su
futuro sin poder descargarse plenamente del pasado. Este anida en la conciencia
y en la esencia de sus pobladores, que en cualquier momento los exhibe con un orgullo
no exento de cierta añoranza. Y es tan patente ese hecho en muchos lugares, que
el visitante, aunque sea ocasional, se siente atrapado por esa esencia. En este
caso, esta circunstancia hace que no podamos sustraernos a la tentación de llevarnos
de recuerdo un botijo con forma de gallo, y un “ajuarico”, pequeña olla que recuerda
la etimología árabe de Sorbas.
Con el
regusto de haber disfrutado de un pueblo pintoresco y agradable de pasear, tras dos kilómetros,
llegamos al primer rincón escondido que os presento tras el disfrute veraniego,
el Karst en Yesos, el máximo ejemplo de karstificación en yeso del territorio
español y uno de los más importantes en el mundo. Los preámbulos de acceso a la Cueva del Yeso, una de las
rutas posibles, son divertidos al sentirnos cirujanos —con nuestros gorritos
verdes, para proteger la higiene del casco en el que embutimos la cabeza—, y
mineros, al recibir añojos carburos (hoy sustituidos por frontales) para
iluminarnos por grupos.
Es peculiar
esta Cueva del Yeso. No es en absoluto la más bonita de las cuevas de modelado
kárstico (producidas por el agua al actuar sobre el mineral), pero sí la más
diferente a ellas. No tiene salas ni galerías con formaciones tan deslumbrantes
de estalactitas y estalagmitas, en las que la naturaleza juega con caprichosa
agilidad, como sucede en la mayoría de las cuevas calizas. Pero por el hecho de
ser de diferente material hace que los colores, las texturas, las formas, el
reflejo de la luz sobre la roca cristalina…todo ello sea novedoso para unos
ojos casi adictos a las cuevas calizas, por otra parte, muy populares entre la
inmensa mayoría de la gente.
Vamos
atravesando pequeñas salas, algunas mayores, pasillos altos y algunos muy bajos,
donde pese a los avisos del guía pruebas la utilidad del casco. Te recreas con
el juego de formas móviles que la luz del carburo va proyectando en las paredes
o en los techos, cual moderno arte efímero, como si de una performance se tratara. Adentrándonos en lo desconocido podríamos
decir que estamos viviendo una pequeña aventura, al menos así lo sentimos. Pero
si resulta algo pretencioso el calificativo porque el peligro o la inquietud
están ausentes, de lo que no hay duda es que la actividad es más excitante,
dinámica, o “interactiva” —como diríamos si tuviéramos entre las manos algún
elemento neotecnológico—, que cualquiera de las visitas a cuevas calizas que
podamos haber hecho.
Iniciado el
regreso por el interior de la cueva, el guía nos tenía reservada una sorpresa tras
hacernos apagar los carburos y pedirnos silencio para experimentar una oscuridad
absoluta. A veces pienso si he sobredimensionado la experiencia, pero lo cierto
es que los recuerdos no son solo de lugares o personas, o de olores, sabores y
sonidos, sino también de sensaciones; recuerdas la sensación que te produjo tal
hecho o lugar, quizá más nítidamente que la propia circunstancia que agitó tu
fibra sensible, y en este caso lo hizo de forma patente.
Uno sueña a
menudo con la plenitud. En algo. Piensa en ver la más maravillosa puesta de
sol, degustar el plato sublime, en la escultura más bella… Pues bien, todo
tiene alguna imperfección. En el rincón escondido que os presento creo que por
primera vez en mi vida (y de momento única) encontré la plenitud en algo: la
absoluta oscuridad. Soltado así seguro que no parece nada emocionante, nada
agradable, ni aparentemente nos sugiere ningún placer. ¡Qué tendría un ciego
que decir sobre ello! Pero, al contrario, recuerdo la emoción de tener los ojos
abiertos como platos durante varios minutos, esperar con cierta confianza que
de un momento a otro se recortasen las siluetas de las personas cuya
respiración oías pegada a ti, y las rocas que podías tocar apenas movieras algo
tu mano. Rememoro la concentración esperando esa brizna de luz, en completo
silencio porque su rotura implicaba el pago de una cena para todos. No sentía
angustia por la oscuridad —quizá porque me sabía acompañado—, pero sí recuerdo
cierta ansiedad en la espera de que los ojos pudieran reconocer algo, como en
la habitación en la que entras completamente a oscuras y terminan por esbozar
objetos. No quieres darte por vencido pero vas relajando los ojos, hasta que el
guía rompe el silencio, que es lo mismo que romper el hechizo, y nos interroga
sobre nuestras sensaciones, que en ninguno de los casos había sido de
indiferencia.
Dos
recuerdos me quedan de aquella excursión, la gran emoción sentida y un trozo de
yeso con el que el guía nos mostró cómo se obtiene el material de construcción:
arrimando el fuego de un mechero, con el simple roce de los dedos la frágil
roca se descompone en el polvo que conocemos. Mi recuerdo de aquella visita,
realmente singular, no hay fuego que lo descomponga.
ANGEL SÁNCHEZ
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