Hoy no vamos
a quedarnos en un lugar concreto. Recorreremos en coche varios rincones escondidos
dentro de una comarca escondida. Empezamos la andadura en Los Arribes del
Duero, lo que nos indica que estamos en la provincia de Zamora; seguiremos por As
Arribes, cuyo artículo delata que habremos cruzado a Portugal; y para concluir entraremos,
cambiando de género, en Las Arribes salmantinas.
De entre
todas las posibilidades que presenta la zona hemos seleccionado unos cuantos
puntos, cada uno de los cuales nos aportará sensaciones diferentes. Ponemos el
primer pie en Muga de Sayago, donde una fuente romana
testimonia al mismo tiempo la antigüedad de esta localidad y la importancia que
este pueblo itálico daba al abastecimiento del agua al construir una fuente
—hay otras muchas en España— con unos materiales y una técnica que las ha hecho
sobrevivir a un periodo tan dilatado. Pero lo verdaderamente llamativo en este
pueblo es la ermita de Nuestra Señora de Fernandiel, con pinturas murales del siglo
XVI, que hace años nos enseñaba don José, el cura, cuya edad y achaques hacen
difícil pensar que pueda estar todavía deleitando a los visitantes. Ermita de
un antiguo despoblado, en ella nos desquitamos de tantos edificios religiosos
en los que las pestes obligaron a tapar con cal innumerables obras maestras de la
pintura mural. El ropaje, el movimiento y expresividad de las figuras nos hablan
de su carácter renacentista, pero la falta de volumen en las mismas y de
perspectiva en las composiciones nos recuerdan estilos anteriores.
Paladeando
este exquisito bocado artístico nos dirigimos a Miranda do Douro donde un crucero ambiental en el Navío-Aula de la Estación Biológica
Internacional nos muestra la espectacularidad del trabajo realizado por el río
Duero sobre una berroqueña roca granítica. Sobre piedra caliza hay infinidad de
hoces, cañones, desfiladeros o gargantas, que son distintos nombres para
similares o iguales formaciones geomorfológicas. Pero la peculiaridad de este
espacio es que el río se ha encajado sobre duros materiales paleozoicos, los
más antiguos de la Península ,
principalmente granito. También singular es el nombre de Arribes con que se
conocen tales formaciones en esta comarca.
En el barco, durante
el recorrido, nos hablan de la cooperación hispano-lusa en distintos proyectos
ambientales, mientras nuestros ojos echan chispas de placer y nuestra boca no
acierta a cerrarse buscando con asombro el fin de aquellas infinitas paredes en
vertical. De vez en cuando se cruza en nuestro plano de visión algún ave rapaz
que busca pequeños árboles apostados de forma inverosímil en la verticalidad de
la piedra. Terminado el recorrido, como hemos llegado tarde a la zona, y
aprovechando el hecho de tener ya la boca abierta, degustaremos un buen lomo de
bacalao en cualquier restaurante de Miranda do Douro. ¡Cómo no aprovecharnos los
bacalaeros de haber puesto los pies en Portugal! Todavía se me despiertan las
papilas rememorando el que degusté.
Después de
dejar la prima patria volvemos a la madre patria, y nos encaminamos hacia Aldeadávila de la Ribera.
El mirador del
Fraile, a varios kilómetros de esta localidad, nos mostrará la espectacularidad
del embalse de Aldeadávila. Pocas veces he sentido tantas ganas de buscar en mi
espalda unas alas que me permitieran arrojarme a aquel vacío de agua y roca. Estamos
asomados a una especie de gran pozo alargado en el que un muro, obra de
ingeniería no menor, cierra un espacio que la Naturaleza parece haber
preparado para tal fin. Y como en los pozos circulares de tantas casas
cordobesas, desde el brocal trocado en barandilla, nos reclama el fondo con
fascinante atracción. Para vosotros dejamos otros miradores, el Picón de Felipe
o el Llano de la Bodega ,
y contemplar la obra del embalse desde un punto más bajo. Ya me contaréis.
La subida de
adrenalina pide ser rebajada y para ello encontramos (así fue, encontramos, no
buscamos) la paradisíaca Playa del
Rostro, a 5
kilómetros de Corporario, que cuenta además con un
embarcadero. Llegamos a ella después de descender una pronunciada carretera de
innumerables curvas, dadas por bien sufridas. En este lugar quizá no haya olas
que muestren su potencia y te adormezcan, ni un espacio amplio que invite a un
gran paseo, pero tampoco sombrillas ni hamacas que acaparen la arena como un
tesoro, ni niños chillando o corriendo salpicando todo de arena, ni el
clac-clac de pelotas al chocar contra raquetas y viceversa, o la gran familia
obstinada en hacernos partícipes de todo su anecdotario, ni refrescos fríos
fríos o collares baratos baratos, o música que en casa te apresuras a cambiar y
que allí tienes que soportar, alta y cercana, justo hasta cinco minutos antes
de que tu paciencia explote.
Nada de esto hay, o si hay algo es en grado mínimo
y soportable. Por el contrario, tomas ahora conciencia de un mundo exterior que
es ruidoso, caluroso e incómodo, mientras que las altísimas paredes verticales
que escoltan en meandro al río te guarecen de ese mundo y te transportan a otro
apacible, relajante y visualmente atractivo. La tarde está perdida… o ganada.
ANGEL SÁNCHEZ
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