No sé si os
ha pasado, pero yo a veces tengo la brumosa sensación de que las casualidades
no existen y que de existir algo existen más bien las causalidades. O por
decirlo de otra manera, de alguna forma nuestro inconsciente nos lleva, nos
empuja en determinada dirección, quizás porqué lo hayamos leído u oído o
quizás, quizás, porque era el sitio exacto donde teníamos que estar en un
determinado momento. Eso fue lo que me pasó el otro día cuando me encontré casi de sopetón, sin
esperarlo, con las magníficas esculturas de Leiro.
Llevaba yo
semanas a vueltas con el mito de Sísifo. Con el mito de Sísifo y con la arena.
Sí, con la arena, con la tierra, con eso que está debajo de nuestros pies y que
nos ata tanto. Eso que en última medida nos ancla a un determinado lugar. Eso
que en determinados casos se convierte en una gran piedra negra colocada sobre
nuestras espaldas que nos impide respirar. O por lo menos eso parece cuando nos
hablan del lugar al que se pertenece. Será porque con esta necesidad de
cosificarlo todo, unas coordenadas físicas, una ubicación, dónde uno esté
situado en el Planeta Tierra, facilitan la identidad, sirven de anclaje para
reclamar todo tipo de esfuerzos y avivar, movilizar todo tipo de emociones y
sentimientos.
Todo esto
viene a cuento de que hace poco me enteré de que la arena podría llegar a ser
una de las materias más valiosas en un próximo futuro. Es más, en estos
momentos, existe todo un mercado de tráfico de arena a través de los océanos.
Pero lo más curioso es cómo la consiguen. Por lo visto, hay casos en los que en
lugar de comprarla emplean grandes artefactos flotantes provistos de una
especie de excavadoras/volquetes —algo parecido a enormes Godzillas
mecánicas —que van extrayendo la arena de las islas. Pero no de su superficie
sino de debajo del agua, horadando poco
a poco su volumen, de forma que muchas pequeñas islas de pronto, sin saber cómo
ni por qué, se encuentran a la deriva, como enormes barcos.
En estos
sueños/deseos estaba cuando me enfrenté a las esculturas de Francisco Leiro. A
esas figuras dobladas, inclinadas, vencidas por grandes piedras de granito
negro que doman sus hombros. Piedras enormes, que arrastran apoyando sus
rodillas en la tierra, medio aplastadas por su peso. La exposición,
inquietante, te obliga a una reflexión y a nuevas interpretaciones sobre el
aquí y ahora. Solo ya su leyenda “el purgatorio”, ¿a qué purgatorio quiere
referirse? En uno de los grupos de esculturas aparece la figura del capataz, supervisor, que parece dirigir los
trabajos de esos cargadores de piedras. Esa figura me hizo pensar en una
relectura del mito, como si hubiera un porqué en todo ese arrastre y
movimiento.
Pero, con
todo, de esas imágenes desarboladas, hundidas, lo que más me impactó fueron los
títulos que portaban las esculturas de los cargadores de piedras. No eran
Sísifos, no, cada una refería un nombre propio, Miguel, Santi, Pepe… Y es que
era eso, en realidad todos, todos somos Sísifo. Hasta que naveguemos en nuestra
ínsula.
Las imágenes que acompañan al texto
son de Francisco Leiro que expone en estos momentos en la Galería Marlborough.
...Me desperté y vi la
luz del amanecer en las mirillas de la persiana. Salía de tan adentro de la
noche que tuve como un vómito de mí mismo, el espanto de asomar a un nuevo día
con su misma presentación, su indiferencia mecánica de cada vez: Conciencia,
sensación de luz, abrir los ojos, persiana, el alba.
JULIO CORTÁZAR
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