26/3/14

EL CERRO DEL HIERRO (Parque natural Sierra Norte de Sevilla), por ÁNGEL SÁNCHEZ



Hoy os invito a jugar al escondite en uno de mis rincones escondidos favoritos. Porque jugar al “guarduche”, como llamábamos en mi infancia abulense a este juego, y recupero aquí una palabra que tenía perdida, es lo que me inspira el Cerro del Hierro, en el parque natural de la Sierra Norte de Sevilla. Declarado monumento natural, este cerro calizo, en el término de San Nicolás del Puerto, nos muestra todavía restos de su antigua riqueza en minerales de hierro que le dan un color rojizo. Este atractivo color contrasta con el fuerte verdor de las jaras, quejigos o roble melojo que salpica todo el espacio. Organizado en una ingeniería laberíntica en la que la naturaleza ha puesto los elementos y el hombre ha terminado de modelarlos, se disponen túneles solitarios, cuevas grandes y pequeñas, toboganes, precipicios de vértigo o crestas calizas cual pináculos góticos.

Ya antes de los romanos se extraía el mineral de estas tierras, pero fueron ellos los que le dieron su aspecto casi definitivo con su sistema de extracción tan peculiar, el ruina montium: acumulado un gran depósito de agua en la parte alta del terreno, se hace bajar el agua de golpe, y con su ímpetu hace explosionar el roquedo introduciéndose por cavidades horadadas en la roca. Igual práctica fue usada en Las Médulas, en León, dando lugar a un espacio que ha sido merecedor de ser proclamado Patrimonio de la Humanidad.
Los túneles que se conservan nos hablan ya de tiempos más recientes, de vagonetas que sacaban el mineral del interior (hasta mediados del siglo XX se mantuvo activa la actividad minera). El hierro iba a parar, vía ferrocarril, al puerto de Sevilla. Y algo se quedó allí: en las rejas de la antigua Fábrica de Tabacos donde trabajara la Carmen de Mérimée, o en la estructura del puente de Isabel II, por mejor nombre, puente de Triana, el que comunica dos formas de entender la vida en una misma ciudad. “Mira que si soy trianero, que cuando estoy en la calle Sierpes, me siento extranjero”, dice una canción.

Pasando junto a cualquiera de estos túneles (en mi última visita, en algunos de ellos se indicaba la prohibición de pasar), uno siente el irrefrenable impulso de penetrar en ellos y, quizá de forma imprudente, dejarse engullir. Como si al otro lado fuéramos a encontrar algo. Quizá no sea casual que los testimonios de los que se han desembarazado provisionalmente del brazo de la muerte hablen de un túnel y una luz al final de él. O que en el mismo sentido se refieran algunos sobre el final de esta crisis que nos ha venido a incordiar. En todo caso, parece que en nuestro subconsciente asociamos el final de un túnel con la existencia de algo importante por lo que nos sentimos atraídos.
En el recorrido encontramos una gran cueva alfombrada por tierra arcillosa producto de la descomposición de la roca. Mezclada con el agua que todavía suda de la techumbre, uno puede jugar a cubrirse la cara de pinturas guerreras, con tonos que no tienen nada que envidiar a las que venden en las tiendas de cosmética.
En un día festivo no será raro encontrarnos gente, no hasta un nivel de masificación pero sí lo suficiente para hacer de éste un espacio bastante animado. Entre ella, algún escalador de la escuela de escalada más importante de Sevilla arañando las paredes verticales. En estos días, más que un espacio natural (aunque ligeramente humanizado) nos parecerá un parque temático. Pero, ¡qué diferente se ven los sitios al amparo de la soledad de entresemana! En este caso, degustaremos un variado colorido y sorpresivos rincones; luces y sombras sugerentes generadas por los túneles, y por las siluetas del roquedo y la vegetación que tamizan la luz del sol; el silencio sazonado de cantos variados de aves o el deslizarse de una serpiente; disfrutaremos, en fin, del sol en el invierno y de las sombras en verano. Y si la degustación espiritual no ha sido suficiente, podemos acudir a la cercana aldea minera. Apenas habitada, rezuma pasado, pero una cerveza y una tapita nos mantendrá en el presente. O podemos tomar la opción de coger el coche unos kilómetros y acercarnos a la atractiva ribera del Huéznar, donde el restaurante La Fundición nos llevará también a otras épocas.

Mi primera venida a este rincón escondido no estuvo exenta de emoción y de ilusión: era la primera excursión que organizaba como profesor. Y preocupado —muy preocupado, lo reconozco— por que ningún alumno se me despeñara por alguno de los precipicios que jalonan una ruta senderista por lo demás cómoda y agradable, evité tal contratiempo actuando de guardia en cada reborde peligroso. Y así descubrí cuán imprevisibles —lo que me apasiona y desespera por igual— son los sujetos de mi vocación, al sorprenderme cogiendo una serpiente —que podía haber sido hasta una víbora—, circunstancia que llegó a mi conocimiento ante la disquisición que corría entre ellos sobre dónde sería más divertido soltarla, si en el propio autobús o en el instituto a nuestra vuelta. Sin comentarios. Algún alumno no entendió el porqué de la bronca que se ganó el cazador aficionado, terrorista psicológico frustrado. Otra vez sin comentarios.  

             ANGEL SÁNCHEZ

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