19/2/14

IGLESIA RUPESTRE DE OLLEROS DE PISUERGA (PALENCIA), por Ángel S. Redondo


    
El Pisuerga es uno de mis ríos favoritos porque siempre le he visto lleno de agua —y no es una perogrullada— y en parajes donde el verde abruma. Además de por Valladolid también pasa por otros sitios —esto sí es una perogrullada—. Olleros de Pisuerga es uno de ellos. Aprovecharemos cuando pasemos por esta pedanía de Aguilar de Campoo, camino de más amplios destinos (la misma Aguilar es un buen centro de referencia), para encaramarnos a su iglesia rupestre. Una persona del pueblo nos abrirá su puerta con amabilidad y, con mucho cariño y orgullo más que justificado, nos explicará su historia.

Antes de subir la rampa y escaleras que nos llevan a ella, podremos observar integradas en el paisaje una serie de cuevas que, junto a la iglesia de los santos Justo y Pastor, excavada en la roca, constituían un eremitorio prerrománico. Aunque empezado a construir en el siglo VII, la actuación fundamental se hará en torno a los siglos X-XI, ya en el Románico. La torre con función de campanario pero también de vigía testimonia tiempos convulsos, resaltando en un espacio en el que todos los elementos de interés aparecen disimulados. Unas tumbas rupestres, algunas antropomorfas, completan el conjunto.

En el exterior, un promontorio de arenisca presenta una pared vertical, donde se encaja un pórtico que resguarda la entrada a este edificio singular. Unos agujeros en la pared, a modo de ventanas, dan luz al interior. En mitad de la pared, un surco arado por la cadena que da sonido a la pequeña campana de la espadaña, da fe de su uso durante largo tiempo como iglesia parroquial, aunque ahora lo sea solo en momentos puntuales.

       Ya en el interior observamos que en algunos puntos, como en la pila bautismal, la piedra arenisca parece cortada como la mantequilla por un cuchillo, mientras que en otros se ve claramente la huella del cincel que ha dejado marcas espurreadas como si de gotas de lluvia se tratase. No le falta detalle a este rústico templo y cada uno de estos constituye una sorpresa: desde la tumba excavada en un lateral —de la que Lázaro parece recién resucitado— a la pila de agua bendita apoyada en una gran cabeza que, como figura apotropaica, chocaría menos en el contexto de un palacio barroco; el santo que agitado extiende su mano al cielo, saliéndose de la hornacina a la que está perfectamente adaptado; las bóvedas, con sus correspondientes arcos fajones y formeros sujetando falsamente la techumbre; los fustes de las columnas —solo una está esculpida en la roca— que, con su alternancia de colores, parecen añorar los acarreados para la mezquita fundacional de Abderramán I en Córdoba; el púlpito de madera, que aun en su deteriorada elegancia no parece haber encontrado sitio en este mar de piedra; su pequeña capilla bautismal, en la que Santiago peregrino habrá sido testigo seguramente del bautizo de todos los que en Olleros de Pisuerga hayan visto la luz, y quizá de otros muchos cuyos padres no hayan podido sustraerse al encanto de este edificio que, por su tamaño, no pasaría de ermita pero cuyo atractivo y singularidad impacta como si fuera una catedral.

Podemos encontrar en este templo incluso las tan escasas pinturas murales que nos han llegado del Románico, en la sala que al fondo hace las funciones de sacristía. Y tan natural y rústico parece todo que hasta algún pájaro ha hecho su nido en un pequeño hueco que quizá estuvo destinado en su origen a acoger alguna vela.
La visita dura poco tiempo. Aún recreándote en ella, el tamaño de la iglesia no precisa mucho más, aunque si dispusiéramos libremente de ese espacio lo haríamos uno de nuestros lugares predilectos de descanso y meditación. Como seguramente lo fue para aquellos hombres que no dudaron en vaciar el interior de aquella roca para hacerla lugar de culto. Y aquí está mi momento de reflexión al que me lleva todo rincón escondido: la fuerza que da la fe, en este caso la religiosa.

 Los refranes nunca son gratuitos y, si uno de ellos estima que la fe mueve montañas —en este caso podríamos decir literalmente que las horada—, no debemos restarle un ápice de verdad. Quizá sea en la religión donde a nivel colectivo la fe ha llevado a realizar mayores obras y no solo me refiero a monumentos, sino por ejemplo, a embarcarse hacia amplios y ásperos continentes para propagar unas creencias. Al menos para algunos constituyó realmente una acción movida por la fe, aunque para muchos fuera una fe llamada por sirenas doradas. Pero la fe no tiene por qué ser solo religiosa, aunque en todo caso ha de producir el mismo efecto, la realización de obras sorprendentes. Es la fe del deportista por alcanzar metas altas, del enfermo grave por llegar a la curación, del parado por no caer en el abandono, del desencantado por encontrar en cualquier pequeño detalle una motivación… La fe, o su hermana menor la confianza —en uno mismo o en la meta en alcanzar—, debe ser un motor en constante movimiento en nuestra vida.
Dejamos esta iglesia con el ansia de conocer otras de este tipo. Y esta zona no es mal lugar para ello. Está salpicada de otras pequeñas ermitas rupestres, aunque quizá sea ésta la principal. Si no nos conformamos con esto, y os encomiendo a que sea así, podemos disfrutar de multitud de iglesias románicas dispersas por esta zona palentina que desde el silencio nos hablan a gritos de un pasado medieval intenso. Y si aderezamos el viaje con la portentosa obra de la naturaleza del cercano valle del Liébana, en Cantabria, habremos llenado nuestra mochila no de uno, sino de innumerables rincones escondidos.
ÁNGEL S. REDONDO 

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