22/9/15

"ETNOLOGÍA EN ESTADO PURO", por Ángel Sánchez



Gratas sorpresas he tenido este verano. Me encanta perderme por la naturaleza y empaparme de cualquier manifestación artística que merezca la pena. Pero creo que aún me gusta más toda expresión de la música popular (el folklore) o del vivir y sentir de un pueblo (la etnología). Y cuando esto último se presenta para ser visto en un museo estamos hablando de esta última, el asunto de mi goce estas vacaciones.

Para ello nos desplazamos a Asturias, a dos rincones escondidos: Grandas de Salime, con su Museo etnográfico, y Taramundi, con el conjunto etnográfico de Os Toixois. El primero era una recomendación encarecida, en mi memoria desde hace unos años. El segundo, una sorpresa absoluta. El uno en mitad del pueblo, el otro en pleno campo, al lado de un río (como no podía ser de otra forma según explicaré) y junto a otros elementos etnográficos como son los molinos.

Cuando aparcas el coche frente al Museo Etnográfico de Grandas de Salime no te imaginas que al otro lado del muro pueda haber recogidos tantos elementos de un tipo de vida en algunos casos no tan lejano. Lo primero que piensas es que quizá han exagerado en la recomendación, y menos que aquella visita pudiera durar hora y media o dos horas como nos habían informado. Esa cierta decepción empieza a disiparse cuando cruzas la puerta y te encuentras un hórreo en mitad de un patio y, bajo el mismo, un individuo manipulando un torno en el que fabrica no cerámica, sino un utensilio de madera con un mecanismo que, perfectamente te crees, pertenece al siglo XVIII como el hombre nos indica después.

Acceder a la primera sala, la cocina, es entrar de sopetón en parte de la infancia de todos los que la hayamos vivido lejos del asfalto. Reconocer en ella muchos de los elementos que, ignoraba, guardaba en la memoria fue la segunda emoción que me deparó aquel túnel del tiempo. Comprobar, según respuestas de una eficientísima empleada del museo, que los nombres con que allí se los conocía se correspondían aproximada o totalmente con los que yo recordaba me hizo constatar que a pesar de la distancia somos hijos de una misma cultura.  

Seguimos y, en una escuela rediviva, continúo en mi infancia. Sobre la mesa del maestro, la pequeña pizarra y el pizarrín en los que hice mis primeras cuentas y dictados me llevan al pasado y también a mi cocina actual, pues en un utensilio como esos anoto mi lista de la compra. Los mapas que desde la pared vigilan hileras de pupitres mudos me dicen que aquello fue el punto de partida de lo que soy hoy. Sastres, dentistas, taberneros, boticarios y otros profesionales a buen seguro han de sentir lo mismo que yo en esa escuela, y ninguno de ellos echará en falta elemento alguno de su ocupación; es más, se sorprenderá como nosotros de la presencia de objetos impensables o inverosímiles pero perfectamente explicables para el lugar. 


Horror vacui en cada una de las salas, si bien con orden y sentido. Nada chirría… o quizá todo te atraiga y de ahí que no se produzca esa sensación. Todo tiene su protagonismo. Y todo su función, y, si uno no la sabe, allí aparece como de algún cuarto secreto la trabajadora del museo —o su hermana gemela, porque resulta difícil explicarse su don de la ubicuidad— para informarte o indicarte y que no te pierdas ni un rincón. De lo contrario quizá no habríamos asistido a la fabricación de un clavo en una fragua; o nos habríamos perdido la maqueta donde se muestra cómo el mazo movido por el agua de un arroyo se empleaba para hacer planchas de hierro en las antiguas ferrerías; o un molino harinero en funcionamiento, real, donde observamos con sorpresa el ingenio para separar la harina del salvado; o los cortines, recinto murado donde la miel de las abejas es protegida de los golosos osos.

En definitiva, abandonas este lugar después de haber empleado efectivamente el tiempo que te habían advertido y con la sensación de no haberte detenido el tiempo debido en cada sala, y, desde luego, con el deseo de volver y de contarlo a todo aquel que le pueda interesar. Y eso estoy haciendo.

Unos kilómetros más allá, en Os Toixois, aldea cercana a Taramundi, todo es dinámico, práctico. Vemos funcionar con una rusticidad asombrosa una fragua como muchas veces había oído contar. Hay una maestría admirable en el uso del agua, unas tapas que se escapan a nuestra vista son manipuladas con una cuerda o una palanca para dar paso o cortar la corriente, aunque se echa en falta en ella el gran fuelle colgado, sustituido por el efecto Venturi (presión del agua) cuya eficacia para avivar el fuego y llevar a una barra de hierro al punto incandescente nos deja boquiabiertos. Un gran mazo al estilo martillo pilón, accionado por una rueda movida por el agua, unido a la destreza de la guía, transformarán la plancha antes obtenida en una hoz en un tiempo récord. Al lado, el batán aprovecha también la energía del agua y nos convence definitivamente de que el rincón se encuentra anclado en el tiempo. Salvo nosotros, no vemos a nuestro alrededor nada ajeno al siglo XVIII, momento de la creación de este complejo. Los artilugios que lo hacen funcionar parecen no haber sido renovados desde entonces.

Resucitar las vivencias de mi infancia y adolescencia, reconocer utensilios y actividades que conocía o de los que me habían hablado me ha producido una mezcla heterogénea de adrenalina, bienestar y nostalgia ¿Me estaré haciendo mayor o simplemente todo esto está pasando a la Historia, que me apasiona? Id vosotros y sacad vuestras conclusiones.

ÁNGEL SÁNCHEZ

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