1/7/15

A CUALQUIER CICLISTA, por Ángel Sánchez


Me gustaría que existiera la palabra bicicletero o biciclista para referirme al colectivo del que voy a hablar y en el que me incluyo. Pero en mi búsqueda, el diccionario de la RAE me ha dado en las narices. Lo de ciclista me pone en la mente a Pedro Delgado, algo menos a Induráin, y ahora a Contador. Y realmente no me parece estar practicando la misma actividad que ellos. Bienaventurados los aficionados a la moto que se pueden llamar moteros, sustantivo al que no se nos ocurriría apelar para referirnos a los que desafían las leyes de Newton en los circuitos.
Sea como sea, yo soy uno de esos jinetes modernos que me enorgullezco de montar un caballo metálico para ir a mi trabajo. Me hace sentir libre, oler en primavera el azahar por los jardines que atravieso y ver en otoño los árboles teñidos de atractivos colores. De hecho, es un pequeño aliciente a cada jornada laboral. Además, mi conciencia panecologista (tampoco viene en el diccionario, no la busquéis) queda tranquila. Y lo mejor es que es el medio más rápido, incluido el coche, en distancias no demasiado largas, y sano porque ejercitas el cuerpo.
Hay un problema, no obstante. Bueno, en realidad, varios. Estamos asistiendo, creo que de una forma generalizada en todas las ciudades, al boom de la bicicleta. De hecho, posiblemente es una de las cosas en las que más nos hemos acercado a Europa, sobre todo a esa Europa del centro y norte, rica y en cierto modo arrogante. Pero como todo lo que se desarrolla rápidamente, genera desajustes. En las aceras, antes de los peatones, se cuelan ahora zigzagueantes bicicletas que de atropellarte, no nos engañemos, hacen pupa. No hemos de olvidar que en la acera el peatón es el rey y nosotros unos invitados. Aunque mejor sería matizar: unos autoinvitados incómodos. Sobre todo porque algunos se empeñan en llamar la atención jugando a demostrar su destreza, como si de una atracción de feria se tratara, sorteando y rozando individuos; y otros, haciendo el caballito en un acto de exhibicionismo que seguramente Freud justificaría por alguna carencia, o circulando entre la gente erguidos sobre el sillín, sin agarrar el manillar. En estos casos, casi siempre me viene a la mente aquel chiste infantil: “Mamá, mamá, mira, sin manos; mamá, mira, sin pies; mamá, mira, sin dientes”. Y no es que les desee ese fin, no, simplemente me viene a la mente.
Yo me acuso de que también voy por las aceras cuando no me queda más remedio, porque me asustan los coches. Me recuerdan a alguna película de dibujos animados en la que los coches persiguen a la gente. En el arcén me veo insignificante, en la acera me siento poderoso. Y algunos no solo se sienten, sino que ejercen de ello. Estos no entienden que si un peatón nos obstaculiza el paso, hemos de pararnos, sin asustarle poniendo el manillar en su costado y sin hacer sonar el timbre. Asustar es una forma de agresión, y hay ciclistas que están constantemente agrediendo. Como peatón no tengo por qué dar explicaciones de una detención brusca, de un quiebro inesperado, de un brazo que extiendo para indicar algo a mi acompañante…Quiero ir relajado por la acera sin tener que mirar constantemente por el rabillo del ojo. El peatón está en su medio. Soy yo, cuando ciclista, el que debo estar pendiente y prever todas estas circunstancias, y siempre dejar el mayor espacio posible al pasar junto al peatón. Aunque también doy aquí un tironcillo de orejas a aquellos peatones que deambulan por los carriles-bici, incluso teniendo al lado una amplia acera o avenida, en muchos casos pienso que sin saber siquiera que ese es un espacio destinado a la circulación de las bicicletas. Y qué decir de los coches que no ven mejor sitio para aparcar que estas vías.
   Ilustrando lo que digo, he llegado a ver a un joven —ya no tan joven— en la calle peatonal más concurrida de Córdoba “la Llana” jugar al slalom con la gente, poniendo en peligro un carrito con un niño. El amago de su padre para salir tras él, fueron correspondidos del deseo de mis pies para acompañarlo. ¿El sujeto miró hacia atrás ante los improperios que le caían en su espalda? Lo adivináis. No. Siguió con la misma tranquilidad y sangre fría con la que había jugado entre nosotros. Y lo lamentable es que esto, aunque no es la norma, tampoco es una excepción. Nos estamos ganando los ciclistas fama de hacer el tránsito por la ciudad más difícil y peligroso, incluso ante las mismas narices de un coche de policía como he tenido ocasión de comprobar. Y en Madrid, además, según me cuentan, el problema se acentúa por las bicicletas con motor.
Otros que han visto alterado su espacio vial son los coches. A su ya sempiterna lucha con las motos se han unido las bicicletas. Yo, cuando conductor de coche, a veces no veo o no reparo en esas bicicletas que de repente aparecen al progresar otro coche. O tengo que pisar el freno a fondo en un semáforo en ámbar porque un ciclista se cree en el derecho de cruzar a toda velocidad —o velocidad media simplemente—, en un semáforo que está en verde, pero para el paso lento de los peatones.
Como he dicho, quizá se está dando demasiado deprisa el cambio, sin unas pautas de conducta o educación adquiridas que nos están llevando a una estigmatización como kamikazes por parte de quienes no cogen la bicicleta. O se marcan ahora esas pautas, o nos estaremos lamentando para siempre. Se puede convivir, estamos destinados a ello. Porque nadie querrá renunciar a su medio de moverse, y lamentablemente tenemos que compartir espacio. Todos somos peatones, y muchos conductores de coche y, cada vez más, ciclistas. Aspiremos a defender nuestros derechos en cada una de las circunstancias en las que nos veamos, pero dejemos un margen de maniobra razonable a la otra parte. A esto quizá se le llame educación y al resultado, convivencia. Mientras tanto, yo estoy deseando estar de vacaciones y, desde Alcorcón, coger mi bicicleta para ir a tomarme mi bocadillo de calamares a la plaza Mayor. ¿Alguien se apunta? 

ANGEL SÁNCHEZ

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