27/5/15

BAELO CLAUDIA, por Angel Sánchez


 

Un teatro en la playa. Ver una obra con las olas como música de fondo. Con la brisa marina contribuyendo a crear ambiente. Tal vez con la luna llena como lámpara. ¿Se puede uno imaginar mejor escena que ésta, tal como pudieron disfrutarla los romanos en el rincón escondido de la playa de Bolonia, en las hoy ruinas de Baelo Claudia, en Cádiz?
Acabamos de llegar después de una larga marcha por la playa desde la ventosa e histórica Tarifa, donde windsurfistas y demás ralea unen mejor que cualquier químico el aire y el agua. Probablemente no hayan oído hablar del otrora héroe patrio, Guzmán el Bueno, ni de su hijo, ni de su puñal. Ni habrán visto la viñeta del genio imaginativo de Forges escenificando el episodio histórico: “¿Está Guzmán el Bueno? Que s´asome”. Pero saben de la excelencia de los vientos tarifeños.
No es mal plan ir pasando de cala en cala, a ratos subiendo algún pequeño promontorio, e ir sintiendo el mar de cerca, bañarte cuando el calor te lo pida y seguir la marcha con cuerpo fresco. Eso sí, con sus botas reglamentarias de senderismo, o unas zapatillas como Dios manda que si no, unas ampollas del tamaño de una almeja te dirán que dar un paseo por la playa es algo técnicamente diferente a hacer senderismo por ella.
Pasaremos por una playa nudista no mal elegida por este colectivo, aunque quizá hayamos de considerar que son los que más derecho tienen de disfrutar de estos lugares, porque son los que más comulgan con la naturaleza. Es un sitio donde la arena se filtraría por el colador de hilos más tupidos, y donde las olas han esculpido un paisaje de biombos pétreos donde apoyar la espalda o tener tu propio reservado.
Unos cientos de metros más allá, tampoco les ha quedado mal sitio a los no nudistas. Acabo de caer en que no he oído hablar nunca de que el Paraíso tenga o esté en la playa. Es más, siempre me lo imagino verde, con florecitas, pajaritos y mariposas revoloteando, con una dulce iluminación de ambiente. Que está muy bien, no lo niego, pero una playita le haría algo menos soso, y la ensenada de Bolonia creo que sería un complemento perfecto. La constituye una playa de arena clara y fina, ancha y extensa, que termina en media luna con unas dunas donde uno puede sentir la sensación de meterse en la arena como lo hace en el agua. Si miramos abstraídos en dirección al mar, daríamos la espalda al área de recepción de este paraíso terrenal: Baelo Claudia.
Cuantas más ruinas, más grandeza. Y las de Baelo Claudia nos hablan —sí, porque las ruinas hablan con un lenguaje no sonoro— de una actividad frenética. Entrando por la puerta este del decumanus maximus sentimos la ciudad agitada, como cualquier ciudad moderna. Con otro tipo de ruido, eso sí. Ruido de cascos de caballo sobre las enormes losas de piedra de Tarifa que perviven en esta vía principal. Estridentes chillidos de niños en sus juegos, porque los niños han llevado siempre unido a su esencia gritos y juegos, y lo llevarán, perdiéndose entre las viviendas que nos encontramos al sur. Voces que un poco más allá dan los encargados a los trabajadores en el espacio destinado a la industria del salazón, que nos ha dejado los más importantes restos peninsulares y además, integrados en el interior de la ciudad. Algarabía de esos trabajadores riéndose a carcajadas ante la gracia del bufón de turno, o discutiendo por cualquier razón trivial.
En el lado norte de nuestro caminar percibimos toda la bullanguería implícita al foro, en la intercesión con el cardus maximus, por encima de la basílica donde los jueces están afanados en discusiones esenciales para la ciudad. Un poco más adelante agitan el aire las voces de los comerciantes que desde sus tabernae —las tiendas romanas— ofrecen sus productos como los mejores, y que se mezclan cual palo flamenco del martinete con el golpeto de las herramientas de los artesanos, a veces ahogados por el trabajo cercano de los estibadores del puerto.
Oímos también a legionarios chocando sus espadas mientras se ejercitan para la guerra o distrayéndose en la paz, voces de peleas y de sus jaleadores, de músicos ensayando o buscando ganarse unas monedas de la multitud que camina presurosa en medio de un murmullo de avispero hacia el teatro, cuya cavea no podrá albergar nada más —ni nada menos— que a dos mil de ellos. En muchos casos quizá sean temporeros veraniegos ocupados en la pesca y salazón del atún, o en la obtención del apreciado garum, la salsa que hacía las delicias de los romanos pero que hoy día no pasaría la prueba de nuestros gustos gastronómicos. Los que no puedan ir al teatro quizá opten por echar la tarde en las termas, cerca de la puerta de Gades, o asistir a algún sacrificio que los sacerdotes harán en alguno de los templos de la Triada Capitolina —Júpiter, Juno y Minerva—, o en el de la exótica diosa egipcia Isis, que nos refiere un mundo proporcionalmente tan globalizado como del que presumimos —o nos lamentamos— ahora.

De todo lo que hemos referido solo quedan vestigios, aunque importantes. Lo demás es producto de mi imaginación —u obra de los espíritus que perviven— que me hace disfrutar más de lo que veo, ahora y siempre, aquí y en cualquier sitio. Y en todos los casos siempre me asalta una pregunta: ¿cómo sale de la nada un Imperio, una sociedad tan organizada, avanzada y compleja? La forma en que cae se determina mejor. Y me atemoriza pensar si no estaré visualizando el fin del imperio europeo-estadounidense en el mundo. No por que acabe éste, sino porque vendría otro y sería ajeno a nosotros. No me gusta ser dominador, pero tampoco dominado. ¿Y a ti?
ANGEL SÁNCHEZ

No hay comentarios :

Publicar un comentario