22/4/15

MANOS, COGED Y USAD, por Mar Redondo


Abro la edición digital de la tarde del periódico y me encuentro con dos imágenes  radicalmente distintas, pero en las que los protagonistas podrían ser los mismos. En una de ellas, una adolescente de pelo largo se abraza a una mujer adulta, ocultando el rostro contra su pecho en actitud de quien busca abrigo, consuelo, protección: lo que esa imagen reproduce en realidad aunque no se vea es a un muchacho de trece años que acaba de matar a su profesor. En la otra, un grupo de niños de ambos sexos, algo menores que aquél pero no mucho, sentados frente a una mesa larga corrida se enfrentan en un torneo de shogi, el llamado juego de mesa de los generales o ajedrez japonés. Me choca tal disparidad de comportamientos. Me  sorprende que unas manos que hará apenas nada que han aprendido a atarse bien los cordones sean potencialmente capaces lo mismo de manipular una pieza de ajedrez que una ballesta, como si la mecánica del usar no obedeciese a otra cosa que leyes físicas: está ahí, luego se coge y se usa.

Intento recordar qué cosas hacía yo un día cualquiera a mis trece años, ha llovido desde entonces y me cuesta, pero no tanto como para no poder verme saltando a la rayuela o jugando al escondite inglés en el patio del colegio, montando en aquellos tortuosos patines de correas en la acera de delante de casa o, lo más atrevido que alcanzo a evocar, espiando la entrada a clase de los chicos desde la ventana de la planta de las chicas —aquellos “gloriosos” años de la educación diferenciada—. Siniestro lo que alguna pérfida compañera me hizo vivir, al margen del consabido y despiadado “no te ajunto” y del eminentemente cruel “gorda y gafotas” que he de confesar me hizo mella durante años: el terror a la famosa “mano negra” que se escondía en los cuartos de baño y, por extensión, en toda habitación donde no hubiese un adulto presente para ahuyentarla. Era duro, muy duro. Pasábamos miedo, por la mano negra, por las amenazas de no ajuntamiento, por la mortificación y el rechazo a causa de nuestro tripita no adolescentemente canónica, y estaban las terribles diferencias generacionales, y sufríamos, vaya que si sufríamos, como adolescentes, para qué voy a decir más. Pero no recuerdo, tal vez empiece a estar gagá y debiera consultar las hemerotecas para corroborarlo o tal vez mi mente ha preferido borrarlo, pero, insisto, no recuerdo en aquel tiempo ni un solo caso de “adolescente mata a…”


Cómo sobrevivíamos en aquel entonces a los primeros envites de la vida, no tengo la menor idea; quizá alguna vez tuvimos ganas de matar también, o de morir, o de matar y morir, quién sabe, cada cual que rebusque en el recóndito baúl de su memoria y se responda a sí mismo. Qué recursos o qué patrones o qué motivaciones nos apartaron del abismo y evitaron, no ya que llegáramos tan lejos sino tan siquiera que nos aproximáramos a él, vaya usted a saber. Dice el artículo que acompaña a la foto de los niños jugando al shogi que hay un patrón de actividad cerebral característico cuando se elige una estrategia y que éste es totalmente diferente al que aparece cuando se hacen movimientos concretos”. Y yo me pregunto si un niño de trece años que mata lo hace en un movimiento concreto de solución rápida o bajo una estrategia, y en este último caso si esa estrategia es ofensiva o defensiva, si ataca al enemigo o se defiende de él, si antes de coger y usar contra aquél ese objeto, esa pieza, calcula sobre la mesa de la cocina, de estudio, de los generales, que este gesto multiplicará hasta el infinito el riesgo para sus propias tropas y entonces, sí, levantará la mano y hará el fatídico, irreversible movimiento que nos cambiará a todos la vida.
MAR REDONDO

No hay comentarios :

Publicar un comentario