La irresistible tentación de subir a
lo más alto. Ni la amenaza de lluvia ni el ya crónico dolor de rodillas ni el
miedo a la pájara me lo impiden. Allí en lo más alto hoy, un castillo, el de
Segura de la Sierra —otras veces un punto geodésico o la mera nada—, el aquí y ahora
desde el que contemplo mi más reciente pasado, los instantes recién vividos
convertidos ya en Historia unos cientos de metros más abajo: el manojo de
espárragos cogido entre los olivos; la foto tras el burladero de esa plaza de
toros rectangular en la que, ¡ejem!, con la ayuda de J me he colado por un
hueco abierto en la fachada; el inesperado encuentro con la casa de Jorge
Manrique, etcétera. Cosas que suceden, nuestras
vidas son los ríos que van a dar a la mar.

A Hannah
Arendt, su gran amor Martin Heidegger le enseñó que pensar y ser viviente son
una misma cosa. Y ella fue y reescribió el concepto: pensar es no abandonar las decisiones personales, el juicio propio,
a la corriente general del momento por muy grandioso, único o histórico que éste
sea. Hannah habla de elección racional —¡humm!, me pregunto si decidir colarse
en una plaza de toros por un hueco en la fachada lo es—, mas cumple tener buen tino para andar esta jornada sin errar, diría
Manrique. Y yo digo que quizá ahí reside nuestra identidad y que de eso hablamos
realmente cuando hablamos de poder, de
la capacidad de percibir a los demás y a nosotros mismos desde una distancia o
altura que nos permitan discernir y elegir al margen de la corriente general.

MAR REDONDO
Imágen del encabezamiento: El pensador, de Hugo Luis Pimentel
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