20/11/13

"LA CALBOTÁ", FIESTA DE LAS CASTAÑAS

Mis recuerdos otoñales son de una infancia entre castañas en un rincón escondido de Gredos. Salir corriendo de la escuela y dejar tirada en la casa de cualquier manera la cartera donde la pizarra, poco antes rayada por el pizarrín, siempre corría el riesgo de resquebrajarse en dos o más pedazos. Con la cesta al cuadril y un mordisco ansioso al bocadillo de una solitaria onza de chocolate, otra carrera para alcanzar la calle —sigo sin poder llamarla camino— en busca del fruto que las largas ramas de algunos castaños descargaban fuera de las fincas, antes de que llegaran otros niños y deseando que el dueño de la finca no estuviera en el castañar. Si esto sucedía, una costumbre ancestral prohibía coger el fruto que estaba en esa tierra de nadie; de igual modo que, aun en ausencia del dueño, cogerlas en la noche estaba vedado. Y esas leyes no escritas, en un mundo en que para quitarnos el hipo a los niños nos atemorizaban con la llegada de un guardia civil preguntando por nosotros, resultaban sacrosantas.




Eran de mucha actividad estos días cercanos a “Los Santos”, de numerosas chimeneas encendidas, de húmedos olores mezclados con el tostado de las castañas, que de esta forma se convierten en calbotes. La “calbotá” se hace a media tarde, al amparo de una lumbre de leña menuda para que la viveza de la llama acelere el asado, volteando las castañas al retirar con frecuencia el calbotero para que reciban las llamas por igual a través de sus innumerables agujeros, hasta que el color negro sustituye a su marrón original. Cuando llegan a este punto se retiran del fuego y, con un paño húmedo, se presiona sobre las castañas y se las cubre durante unos minutos. Se les da una vuelta y se las vuelve a cubrir. Así, los calbotes sudan y es más fácil pelarlos.

En estos momentos, la calbotá, que no deja de ser una fiesta donde la música la ponen los calbotes —que se peen al asarlos—, se constituye en una carrera a ver quién pela más, porque cada uno se quedará con los que monde. Los más avezados tienen tiempo para pelar, arrebañar alguno ya pelado del compañero de mesa menos vivo, comerse los que se parten, e incluso para comentar que en el calbotero había pocas castañas robadas porque apenas habían explotado y siempre nos han contado que aquellas que se peen son hurtadas.

Una vez pelados, los calbotes podrán convertirse en moneda de juego y de pago a los chinos. Al más inconsciente no le importará apostar tres, pero el más prudente o espabilado lo hará de a uno o incluso irá con blancas. Y así, con el acompañamiento de una copa de vino, preferentemente dulce, puesto que tomar agua puede hacer salir en la noche la traca final de la fiesta, transcurre la tarde que ya es noche; con bromas, chascarrillos o algún chiste que, aun siendo malos éste o su contador, encuentra un público agradecido en el momento en que quizá ya empiezan a oírse algunos cuescos apenas reprimidos.


Lo que he contado son recuerdos que revivo cada año. Leía hace poco que ya lo hacía el pueblo celta de los vettones y que lo que nosotros llamamos calbotá era una forma de dar las gracias a los dioses por la recolección. Y yo, que llevo con orgullo la sangre de estos antepasados, siento que en ella llevo también disuelta la adicción a la fiesta de las castañas. Pero no debe ser solo cosa mía, ya que se llame calbotá, magosto, magosta, castanyada, gaztainerre o magusto, esta fiesta campesina en torno a un fruto que vivió mejores tiempos antes de ser desplazado por el maíz y la patata, está rebrotando en los lugares de producción de castañas, en ese afán o necesidad de recuperar tradiciones. Yo abogo claramente por ello frente a otras prácticas oriundas y pro-consumistas con las que hoy día nos saturan. 


ANGEL SÁNCHEZ, habitante del ático.


Nuestro destino de viaje nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas.
HENRY MILLER

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