Mis recuerdos otoñales son de una infancia entre
castañas en un rincón escondido de Gredos. Salir corriendo de la escuela y dejar tirada en
la casa de cualquier manera la cartera donde la pizarra, poco antes rayada por
el pizarrín, siempre corría el riesgo de resquebrajarse en dos o más pedazos. Con
la cesta al cuadril y un mordisco ansioso al bocadillo de una solitaria onza de
chocolate, otra carrera para alcanzar la
calle —sigo sin poder llamarla camino— en busca del fruto que las largas
ramas de algunos castaños descargaban fuera de las fincas, antes de que
llegaran otros niños y deseando que el dueño de la finca no estuviera en el
castañar. Si esto sucedía, una costumbre ancestral prohibía coger el fruto que
estaba en esa tierra de nadie; de igual modo que, aun en ausencia del dueño, cogerlas
en la noche estaba vedado. Y esas leyes no escritas, en un mundo en que para
quitarnos el hipo a los niños nos atemorizaban con la llegada de un guardia
civil preguntando por nosotros, resultaban sacrosantas.
Eran de mucha actividad estos días cercanos a “Los
Santos”, de numerosas chimeneas encendidas, de húmedos olores mezclados con el
tostado de las castañas, que de esta forma se convierten en calbotes. La “calbotá” se hace a media tarde, al amparo de una lumbre de leña
menuda para que la viveza de la llama acelere el asado, volteando las castañas
al retirar con frecuencia el calbotero
para que reciban las llamas por igual a través de sus innumerables agujeros,
hasta que el color negro sustituye a su marrón original. Cuando llegan a este
punto se retiran del fuego y, con un paño húmedo, se presiona sobre las
castañas y se las cubre durante unos minutos. Se les da una vuelta y se las vuelve
a cubrir. Así, los calbotes sudan y es más fácil pelarlos.
En estos
momentos, la calbotá, que no deja de ser una fiesta donde la música la ponen los
calbotes —que se peen al asarlos—, se
constituye en una carrera a ver quién pela más, porque cada uno se quedará con
los que monde. Los más avezados tienen tiempo para pelar, arrebañar alguno ya
pelado del compañero de mesa menos vivo, comerse los que se parten, e incluso
para comentar que en el calbotero había pocas castañas robadas porque apenas
habían explotado y siempre nos han contado que aquellas que se peen son
hurtadas.
Una vez pelados, los calbotes podrán convertirse en moneda
de juego y de pago a los chinos. Al más inconsciente no le importará apostar
tres, pero el más prudente o espabilado lo hará de a uno o incluso irá con
blancas. Y así, con el acompañamiento de una copa de vino, preferentemente
dulce, puesto que tomar agua puede hacer salir en la noche la traca final de la
fiesta, transcurre la tarde que ya es noche; con bromas, chascarrillos o algún
chiste que, aun siendo malos éste o su contador, encuentra un público
agradecido en el momento en que quizá ya empiezan a oírse algunos cuescos
apenas reprimidos.
Lo que he contado son recuerdos que revivo cada año. Leía
hace poco que ya lo hacía el pueblo celta de los vettones y que lo que nosotros
llamamos calbotá era una forma de dar las gracias a los dioses por la
recolección. Y yo, que llevo con orgullo la sangre de estos antepasados, siento
que en ella llevo también disuelta la adicción a la fiesta de las castañas. Pero
no debe ser solo cosa mía, ya que se llame calbotá, magosto, magosta, castanyada,
gaztainerre o magusto, esta fiesta campesina en torno a un fruto que vivió mejores
tiempos antes de ser desplazado por el maíz y la patata, está rebrotando en los
lugares de producción de castañas, en ese afán o necesidad de recuperar
tradiciones. Yo abogo claramente por ello frente a otras prácticas oriundas y
pro-consumistas con las que hoy día nos saturan.
ANGEL SÁNCHEZ, habitante del ático.
Nuestro destino de
viaje nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas.
HENRY MILLER
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